Como aquella diosa griega yo la vi. Con un sombrero, aun estando en un bar de copas, aun estando plagado de gente, siendo el último reducto en la zona donde seguir alargando la noche. A mi paso cerca de ella, casi en la entrada, pegada a la puerta, muy próximos uno del otro por lo atestado de la sala, nuestras miradas se cruzaron y mi gesto con mueca de sorpresa ante su belleza quizás le hizo gracia y me devolvió una sonrisa de esas que derriten los hielos por su calor, esas sonrisas que aceleran el corazón y pueblan la mente de ficciones venideras, dejando a uno cara de bobo. Por ser ya la hora casi de cierre pensé que se marchaba por el atuendo calzado en la cabeza, pero equivocado estaba, puesto que desde lejos la vislumbré en el mismo lugar con las sienes cubiertas por ese fieltro de color camel, parlante con sus acompañantes durante la estancia en el local. De todas formas no le di más importancia, era una belleza inalcanzable, y solo se me escaparon un par de miradas en busca de ese sombrero desde mi alejado lugar, y difícil de observar dentro del laberíntico local.
Avanzó el tiempo y la campanilla de cierre nos empujó a ir abandonando el sitio, y desfilando poco a poco fue saliendo la gente desde el fondo del garito, y desde allí, desde esa profundidad nos marchábamos mis compañeros de noche y yo, cuando me topo de nuevo con ella, que aún apuraba los últimos minutos antes del cese total. Y de repente veo que al verme desde cierta distancia, se gira casi por completo para regalarme de nuevo su rostro, visión telúrica pero que me parece en ese instante celestial. Llegando a ella, me oigo hablando, sin ni siquiera darme cuenta; la digo algo, me dice algo, y siendo ya el final de la noche mis palabras se dirigen por los argumentos de la pena, evidenciando y verbalizando que nos hemos encontrado demasiado tarde. Todo sucede tan rápido, todo en menos de un minuto según avanzo a su lado, sus ojos chisporrotean, sus mejillas se ven como porcelana, sus labios se mueven con la lentitud de la promesa deseada, y surge de su boca la petición jamás esperada, – “dame tu teléfono” -.
La marea de gente que pugna por abandonar el local me lleva en volandas y no puedo parar a su lado, no tengo bolígrafo, ni tarjeta que alcanzarle con el número apuntado, y le digo mi teléfono cantado esas cifras como impulso desesperado, a sabiendas que se perderá en el aire y nunca será por ella marcado. Y salgo a la calle y el frío del invierno no lo siento por lo azorado, por pensar la oportunidad que pasó a mi lado y ya veo diluirse en la noche acabada. Pido al portero regresar al interior y este me deniega la petición, lo intento con el invento de búsqueda de un amigo dentro, y el tipo mal encarado me dice que me aparte a un lado. Dudo que hacer, si esperar en la puerta o marchar, mis amigos me conminan a decidir, ellos quieren partir. Me pliego a sus requerimientos y comienzo el ascenso de la cuesta en su compañía, mirando cada dos pasos hacia atrás, buscando con la mirada la puerta del local por si ella saliese, pero el final de la noche me deja sin su presencia. Regresando a casa, en el taxi me regodeo en la visión y en la mala suerte de un encuentro acabado antes de empezado.
La voz es suave, delicada, de terciopelo, no la recordaba así, el teléfono acentúa esa calidez que me llega por el auricular. La imagen que tengo de ella casa a la perfección con esa tonalidad. Me estremece unir ese sonido y esa imagen. Estoy sorprendido, estoy alucinando, es su voz, sin duda, es ella, la diosa nocturna, aún un poco incrédulo de que memorizase el teléfono dicho de carrerilla por mí, y cogido al vuelo por ella. Me habla, me pregunta si la recuerdo, me sonrío; cómo no recordarla, han pasado cinco días desde ese breve encuentro, es jueves, ¿me llamará para quedar este fin de semana?, no doy crédito pienso, e imagino que esto esté sucediendo, la felicidad me está ahogando. Lo pienso y me sosiego, no debo adelantar acontecimientos. Le hablo de mi sorpresa por su memoria, su capacidad de captar los números y guardarlos en la cabeza, ella rebaja y declina mis piropos a su mente, diciendo que al poco rato para evitar olvidarle apuntó el número con lápiz de ojos en una servilleta. Entonces me gana más todavía, está claro que le interesaba recordarlo y recordarme, si no lo podría haber dejado estar en el aire y quizás si al día siguiente lo hubiese recordado, puede que me hubiese llamado. Estoy palpitante, y con sonrisa de bobo, me veo en el espejo felizmente ilusionado. Después de varias frases, me dice que quizás me parezca una locura la llamada, pero necesitaba hablar con alguien, yo la presto mis oídos para que me cuente, qué le sucede, qué necesidad la empujó a llamar a un desconocido solo para hablar. Y ella habla de su soledad, lleva tiempo en la ciudad pero no siente amigos con los que desahogar su ánimo contraído, me dice que mi breve visión le trasmitió serenidad, le hizo pensar que yo escucharía sin preguntar sin importunar en demasía, yo sigo al otro lado del teléfono pasmado, desconcertado. Me cuenta que es de Granada, que está estudiando Danza en Madrid, que en su ciudad no había una escuela de la calidad de la de aquí, y para poder progresar debía venir, que le ha costado mucho separarse de su familia, y que a ratos se siente triste, muy triste. Yo no sé qué decir, no tengo experiencia en este tipo de situaciones, improviso palabras que reconforten su ánimo, su voz se me ha vuelto desesperada, la angustia la percibo como si fuese mía, pasan los minutos, muchos minutos, ella finalmente descargada de su desconsuelo, me dice que la perdone, que no tiene derecho a hacerme esto que me ha hecho, contarme sus desdichas de vacío y congoja. Nos decimos adiós, sin antes decirle que no se preocupe, que me llame cuando lo necesite, que me llame cuando quiera.
Cuelgo, y me quedo abstraído, atrapado en un ensueño, ¿será verdad lo vivido hasta hace un momento?
Pasan varios días y su voz se desliza otra vez por el teléfono, me da un vuelco el corazón al escucharla de nuevo, realmente pensé que nunca más sabría de ella. Pregunta si puedo hablar con ella, si tengo tiempo, y le digo que sí, que para ella siempre tendré tiempo, que si es necesario correré en su busca si así lo desea, y ella lo agradece, aunque por su tono, percibo que cree que lo digo por galantería con ánimo de ligue, y no entiende que yo soy como ella, que el frío espiritual me tiene helado muchas veces y quizás no sabe que la comprendo, que su estado no me queda lejos, que aquello que la atenaza me agarra a mi también bien dentro, y mis palabras para ella las convierto en arrullos para mis adentros, susurros que me confortan el alma, que en cada palabra va algo de mí. Me cuenta que hoy ha llorado, que acaba de hablar con su padre, al que está muy unida, y ha tenido que hacer un gran esfuerzo para parecer animada. A su familia no les trasmite lo mal que lo está pasando, no quiere que se enteren, han hecho un esfuerzo para que ella haga lo que más desee, que es bailar, que es la danza clásica, y si viesen que se encuentra fatal, la dirán que se vuelva, que deje sus sueños si éstos la van a hacer sufrir, pero ella es algo testaruda y no se quiere dar por vencida, y se dice que lleva poco tiempo fuera y que ha de ser fuerte y acostumbrase a la soledad, al frío, al calor familiar lejano. Se me pone un nudo en la garganta, su voz suena atormentada, percibo ese llanto sufrido hace unos minutos, esa aflicción condensada durante su diálogo con el padre y derramada en sollozo al colgar. Me desgarra imaginar todo, esa delicadeza física que recuerdo de ella, a media oscuridad, sin querer salir de casa, allí al otro lado del auricular, sin poder abrazarla para que descanse de sus tormentos internos, de sus disquisiciones negativas sobre su vida. Le acompaño por ese camino de tristeza, escucho y escucho, y su dolor ya es mi dolor, y temo un fatal desenlace, y pido un encuentro para verla de nuevo, y ella esquiva y evita quedar. Y así pasan los días con llamadas, primero muy seguidas, incluso a veces varias en la misma semana, y después, más distanciadas, aunque sus penas no se van mitigando, ella se va ausentando, me asusta llegar un día y no oír su voz, y sé que eso sucederá, que desde el primer instante solo es una pintura en mi mente, una belleza ausente. Una mujer con sombrero. Y ahora soy yo el que espera pegado al teléfono que suene, que me pida que la escuche, ahora soy yo el que la necesita, sentir que le soy útil, que ella tiene dependencia de mí, y no me doy cuenta de que soy yo el dependiente de ella.
Y llegó ese tiempo fatídico que tanto temía, pasaron las semanas que formaron meses y la voz quedó dormida, y ahora quisiera poder ver que sigue existiendo, que la ausencia de llamadas no es por el cese de vida, no quisiera creer que acabó con su vida, aunque en mi conciencia nadie me quita la idea que no pudo con su tristeza, que fue más fuerte que el deseo de vida.
Quizás por ello, por verla como la diosa que su nombre conlleva, me cortejó para su causa, para su lucha, que no era una lucha contra otros, sino batalla interna. Una batalla que quizás la hizo perecer en la contienda.
. *En busca de música para el texto encuentro esta canción de Silvio Rodríguez que pareciera escrita para esta vivencia relatada.
«Óleo a una mujer con sombrero«

**Thais: Nombre de origen Griego que proviene de una diosa que cortejaba a los hombres de la época para que lucharan por ella, en las guerras, su significado es un rayo de luz, aunque también se le adhiere la flor más bella y preciada.
. ***NA: Publicado originalmente el 16 de Noviembre de 2012. Hoy recibe una segunda oportunidad.