Hubo un tiempo en el que decides evitar a alguien y después te sientes mal por un instante, pero enseguida te argumentas los motivos para convencerte y creer que no haces mal, que tu decisión es lógica y normal, y así poder sentirte mejor. Más tarde pasa el tiempo y no quieres ni siquiera pensar en ello, los sucesos sobrepasan a las acciones y los hechos se hacen irreversibles.
Haber pasado por todo aquello era sorprendente, entrar y salir indemne de ello, a priori era llamativo, aunque después pudimos ver y comprobar que no era todo así de fácil como lo veíamos o mejor como lo interpretábamos. No se pasea por el infierno sin quedar algo chamuscado, o se deambula bajo la lluvia sin paraguas y se regresa seco al hogar.
Después de compartir bastante, uno empieza a evitar coincidir y se da cuenta de que no está a gusto en su compañía, y esquiva y procura no pasar por donde pudiese ser encontrado por aquél que durante un tiempo fue compañero y compadre de salidas y desmadres. Se escuda el que lo hace en que ha cambiado de hábitos de ocio y diversión, e incluso que encontró pareja y ya los amigos de años pasados tienen que entender que es ley de vida el emparejamiento, y el alejamiento por tanto, de lo que antes fue rutina compartida.
No era amigo al principio, casi no lo era ni de los mismos del barrio, de mis amigos nuevos, aunque yo no era nuevo del todo en el barrio sí que había estrenado amistad con ellos no hacía demasiado, no estuve allí en la infancia que había pasado en otro barrio no muy lejos de éste. Él, de ellos era más que amigo de niñez conocido de la infancia, quiere decir esto que aunque cohabitaban en el barrio, siendo vecinos, incluso con algunos de ellos compartiendo portal y edificio, no jugaron juntos, no eran del mismo grupo, no formaban parte de la misma pandilla, nunca fueron realmente amigos en aquella época. Según contaban, ya algo más crecidos, allá avanzando por la adolescencia, la separación fue más evidente. Es en esa época, en la que unos abandonan el barrio más que otros, y se buscan y se encuentran otros lugares donde se está más a gusto, con gente más afín a uno. Estas amistades que alejan del origen suelen ser con quién compartes horas de estudio o al menos lugar de estudio, el colegio y el instituto y luego la universidad forman ese hábitat novedoso que nos separa de nuestros primeros amigos de la infancia, aunque a él en este caso no le separaba de nadie, puesto que según me dijeron no había nadie de quién apartarse, no tenía amigos en el barrio, su madre siempre le mantuvo apartado de los demás chicos.
Cuando le empecé a ver por allí, por el bar, no mucho después de mi llegada a ese lugar como punto de encuentro, fue formando parte de una pandilla, de chicas la mayoría, amigas de la hermana de uno de mis amigos, él era novio de una de las muchachas desde no hacía mucho tiempo. Por aquel entonces él estaba musculoso, iba al gimnasio y se le veía muy en forma. Meses después lo dejó con aquella chica y es cuando empezó a aparecer más habitualmente por el bar, ya sin la excusa de la pareja, y más como asiduo al local, nosotros lo éramos por amistad con el hijo del dueño. Quizás fue esa ruptura, o no sabría muy bien porqué fue, cuando pasó de estar musculoso a aumentar su masa muscular espectacularmente. Había entrado en la dinámica del “Culturismo”, con todo lo que conllevaba. Todos los días al gimnasio a “machacar” al menos un par de horas y cómo no, la ingesta de anabolizantes y esteroides que se suelen tomar para potenciar el aumento de la musculatura de forma poco sana y poco natural. Estaba hecho un “toro”, al principio fuertemente definido, pero pronto pasó a estar deformado de tanto volumen, con ese andar de la gente con la musculatura excesivamente desarrollada que le impide una postura natural, teniendo que llevar los brazos algo arqueados y dando un aire un tanto cómico a esos tipos. Quizás fuese su escapatoria, su forma de enlutar aquella ruptura sentimental y descargar con las pesas esa frustrante situación, por lo que supe, después no lo pasó nada bien con la ruptura. No podría decir exactamente cuánto duró este estado de flagelación física, lo que sí es seguro, es que por ese entonces yo no le trataba demasiado, pero algunos de mis buenos amigos coincidían con él en el gimnasio, por esa época algunos de ellos también iban a mantenerse en forma allí, y esto hizo que poco a poco se fuese aproximando al grupo.
Por esa temporada yo pasé casi todo el verano fuera de la ciudad, y al regreso de las vacaciones, en el inicio de septiembre le volví a ver, esta vez estaba ya menos musculado, como si se hubiese desinflado, como si el sol del verano lo hubiese derretido. Quizás si hubiese visto el proceso día a día no lo hubiese notado tanto, o no me hubiese llamado la atención de esa manera, el caso es que me impactó ver que ya no era esa figura vigorizada si no un cuerpo más normal, menos hinchado. Me pareció poca cosa, él no era alto y sin esa masa muscular no abultaba demasiado. Con el paso de las semanas cada vez se acentuó este cambio, parecía como si hubiese enfermado. Pero me explicaron que era un proceso normal cuando se deja el “Culturismo” y se relaja la fuerte rutina de pesas y ejercicios musculares y por su puesto se abandonan las pastillas potenciadoras, el cuerpo enseguida pierde todo aquel volumen desorbitado que había adquirido. Él había estado enganchado a este deporte y durante un tiempo estuvo obsesionado con él, esclavizado con la dieta y el ejercicio, pero un día se levantó y se dijo que ya estaba bien, – esto lo supe después-, que quería dejar de comer siempre lo mismo, que quería dejar de pensar en las grasas e hidratos ingeridos, y no quería medir los logros de su vida por los kilos que había conseguido alzar en “sentadillas”.
Fue entonces cuando empecé a tratarlo más, sobre todo porque se pasaba bastante tiempo en el bar, yo me dejaba caer por allí algunas tardes de la semana, él, todos los días o bien por las mañanas o bien por las tardes, se pasaba las horas muertas allí. Tenía turno rotativo en el trabajo y lo mismo hacía con su presencia en el bar, cuando estaba de tarde en el tajo pasaba las mañanas en el bar y a la inversa cuando el turno cambiaba a la semana siguiente. Cada tres semanas tenía turno de noche, entonces esa semana podía vérsele a veces por la mañana y otras por la tarde. En definitiva era raro el día que no se presentaba en el bar a pasar el rato antes del trabajo o después del trabajo, estaba más tiempo allí que en su casa.
Y quizás fuese ese estar sin mucho que hacer, lo que le llevó a lo que le llevó. Estar por estar, jugar a los dados, y al dominó, charlar con el tabernero y los parroquianos jubilados y parados que en el barrio abundaban, era su forma de pasar las horas. Pero no siempre había gente con la que compartir conversación o juegos de mesa, y poco a poco su divertimento y forma de pasar el tiempo se fue hacía el juego de azar, echando monedas en las máquinas tragaperras con aquel soniquete que era insoportable.
Era una persona inteligente, bien formada en un colegio de curas, uno de los mejores de la ciudad y con un buen trabajo en artes gráficas, lo que hacía para mí más llamativo el asunto del juego de azar. Saliendo de la adolescencia algún amigo tuve con cierta fijación por estas máquinas que parecen lanzar cantos de sirena, incluso desde la infancia había visto gente totalmente embaucada por esas lucecitas y sonidos, con el más ferviente de ellos el de las monedas golpeando el metal al caer el premio obtenido. Desde pequeño, acompañando al mercado a mi madre, veía mujeres en los bares de los alrededores gastándose el dinero de la compra, tentando a la suerte, que les era adversa la mayoría de las veces y se tenían que volver a sus casas sin el dinero y sin la comida con la que poder alimentar a su familia.
En aquel bar de barrio, punto de encuentro, había visto a vecinos pedir al camarero que apagase la máquina, -“La tengo calentita”, decían-, para que nadie pudiese seguir jugando y que le arrebatase lo que ya consideraba suyo, y se iban casa a por más dinero para continuar con el juego. En otras muchas ocasiones vi pedir fiado al dueño del bar, para terminar la partida en busca de saltar la banca de la máquina, que la más de las veces no servía para cubrir la inversión realizada en busca del premio. Pero todo esto lo veía un poco distanciado, entre el estupor y la sorpresa de ver a la gente enajenada por este juego perverso. Nadie cercano en el afecto a mí, cayó en este vicio del juego, a nadie vi caer de manera tan próxima en la ludopatía como a él, llegar al extremo de gastar más de quince mil pesetas* al día en el juego era alucinante, ver como las palabras que le decían para evitarlo caían en saco roto. Ser testigo de ello pero sin la confianza de la amistad, -aún no la había entre ambos-, para intentar inmiscuirme e intervenir en el asunto, era como ver una función o una película en la que ves que el camino que están tomando las cosas no van traer nada bueno, pero que no podrás cambiar nada del guion para evitarlo y todo sucederá sin remedio. Incluso, en parte, te da un poco igual como acabe la cosa, ese que no te es cercano, te es solo alguien que ves y aunque poco a poco se acerca, bajo ese halo de luces y sonidos le tienes algo denostado.
Un día, quedamos los colegas para salir de copas, y no sé muy bien cómo pasó, el caso es que se incorporó a la salida. Luego, más adelante, coincidíamos en algunos locales y poco después se unía de vez en cuando a algunas salidas, aunque fue mucho más tarde – o no tanto, el recuerdo se diluye y confunde- cuando fue integrándose con frecuencia, como uno más del grupo.
Antes de ese momento ya se vio un cambio en él. Ya no era ese individuo plantado delante de una máquina “tragaperras” desangrando su cartera. Sorprendentemente, por si solo había dejado y apartado ese vicio, esa enfermedad que es la ludopatía, incluso podía echar en la máquina las monedas que le sobraba del pago de un café, y no continuar jugando. Para mí era asombroso ese cambio, de estar totalmente abducido por el juego a dominar ese impulso irrefrenable que lleva a los enfermos por esta patología. Su control era tal, hasta el punto de no tener que evitar su contacto, como sería lo más lógico para no caer en la tentación de nuevo. Pero como no todo puede ser perfecto, sustituyó aquello por algo nuevo. Con el tiempo lo veo con más claridad, veo como si el juego hubiese sido una evasión, como antes lo fue el deporte, y al abandonarla era sustituida por otra, y esa otra esta vez era el alcohol.
Todos bebíamos bastante por aquellos años, el disfrute del alcohol era algo que en parte hacíamos todos sin excepción, pero básicamente los fines de semana y como momento de ocio y diversión. Él en un inicio no era muy bebedor, es más, cuando estaba en esa fase deportista, casi ni lo probaba. Pero supongo que con tantas horas allí en el bar y no siendo ya incompatible beber con su mantenimiento deportivo, pasó tras las comidas de los cafés y licores sin alcohol a los cafés acompañados con copa de pacharán y de las cervezas sin alcohol a las cervezas con alcohol. Una tras otra cerveza hacían que al cabo de las horas el alcohol se hiciese dueño de su comportamiento. Así paso una buena temporada en la que cuando te lo encontrabas por la tarde-noche, sus ojos vidriosos y algo inyectados en sangre delataban su estado ebrio, y su conversación se hacía pastosa y pesada. Era en esos momentos en los que quisieras haberte dado cuenta antes, viéndole de lejos su estado para poder evitarle, y como fuese el caso ya inevitable, buscaba uno la manera de desembarazarse de él.
Por esa época es cuando empecé a saber algo más sobre su familia. Él era hijo único, sus padres le tuvieron cuando eran algo mayores, sobre todo para aquella época, por lo que en esos momentos tenían una edad avanzada, pasando de la jubilación ya de largo. Su padre era alcohólico y su madre había perdido algo la cabeza, y de vez en cuando tenía que salir a buscarla por las calles porque se había ido y no volvía. En urgencias del hospital ya la conocían por su nombre puesto que se presentaba allí cada dos por tres, diciendo que se encontraba enferma, y entonces le avisaban a él para que fuese a recogerla. Fue saber de esta situación lo que me hizo entender un poco esta caída una tras otra en diferentes en obsesiones y hábitos que bien podrían ser debidos a trastornos de la personalidad producidos por una situación familiar estresante y dura. Incluso el hábito de fumar adquirido tras dejar el gimnasio, lo cogió con gran entusiasmo pasando de no ser fumador, a en poco tiempo consumir casi dos paquetes diarios.
Además, el trabajo tampoco le iba bien y se empezaban a complicar las cosas, ya había pasado la edad dorada del sector en el que trabajaba, ganando hasta esos años un muy bien sueldo. La irrupción cada vez más de nuevas tecnologías, ya había empujado fuera del sector a alguno de mis amigos que trabajaban en el mismo sector, pero él algo más cualificado sobrevivía a estos recortes de personal en las empresas, pero no se libraba del recorte de sueldo y con la amenaza del despido constante, que poco después se precipitó, cerrando su jefe la empresa y dando suspensión de pagos, por lo que no obtendría indemnización hasta que un año después obtuviese una pequeña compensación de unos tres millones de pesetas por resolución judicial, muy lejos de lo que le correspondía por sus años en aquel empleo. No estuvo demasiado tiempo en paro, enseguida ese mismo jefe que había cerrado la empresa le contacto para trabajar en una nueva empresa creada por él, pero esta vez le ofertaba el trabajo a cambio de trabajar sin contrato.
Ya por entonces el coqueteo inicial con la cocaína había ido tomando mayor protagonismo, a la vez que drásticamente y sorpresivamente había vuelto a las cervezas sin alcohol y dejar de beber con fruición, salvo algunas noches que tomaba algunas copas, ya no era ese estado de embriaguez constante antes de llegar la oscuridad y que saliésemos a tomar algo por los locales del barrio. Había vuelto a hacerlo, a salir él solo de una adicción, esta vez del alcoholismo que se había hecho más que patente para todos durante muchos meses, pero a cambio estaba entrando en un terreno peligroso de papelinas y menudeo, de visitas a bares y casas donde se traficaba.
Yo era testigo de cómo bajaba al infierno, incluso le acompañé durante algunos escalones, testigo de cada una de las adicciones y como reflotaba sin ninguna explicación al igual que había caído en ella. Era llamativo como podía hacerlo y parecer que quedaba inmune y sin ninguna secuela. Ahora había pasado de “pillar” los fines de semana entre todos y no todas las semana, a no salir ninguna noche de copas sin medio gramo en el bolsillo, que enseguida paso a ser un gramo, y de ahí a tener unas rayas a mano a diario, todo esto se desbocó durante el verano. Lo supe después, a la vuelta de mis vacaciones y de mi ausencia del barrio de casi tres meses y de no salir con la gente de allí por diversas razones.
A principios de ese año, había metido a su padre en una residencia, al que visitaba los fines de semana, y él se había quedado en su casa con la madre que no quería ser encerrada. Lo hizo, puesto que ya no aguantaba la situación en el hogar con los dos, uno borracho, otra loca. El padre accedió de buen grado el trasladarse a la residencia pero la madre se negó armándole una buena bronca y no hubo más remedio que continuar con ella en la casa, minándole la moral y dejándole los nervios de punta constantemente. Quería a la madre, pero sentía un fuerte deseo de que todo acabase, que desapareciese el problema, que ella muriese sería una liberación. No sé si sería esta la causa, ese peso encima de sus hombros de la madre y el padre y su soledad para enfrentarse a ello, lo que le hizo caer en el polvo blanco en barrena.
Cuando volví a verle tras ese verano, es cuando me enteré del desboque de la situación con la cocaína, en tres meses se había pulido los tres millones de pesetas de la indemnización y otro más de lo que tenía ahorrado. Alucinado se queda uno al ser consciente del ritmo de consumo de la droga para dilapidar tanto dinero en tan poco tiempo. Debía haber sido bestial, a todas luces, evidente por el aspecto físico que tenía, bastante más delgado y demacrado y un constante sorber las narices como cuando uno está acatarrado o alérgico o tiene algún problema nasal que no le permite una respiración correcta. Cuando hablabas con él no pasaban ni breves segundos sin ese sorber rápido como si alguna mucosidad estuviese a punto de escaparse por sus fosas nasales. Fosas que a veces por descuido tras el regreso del baño, venían tiznadas de blanco y había que hacerle algún gesto para que eliminase aquella prueba de polvo estimulante. Las visitas al servicio eran constantes y muy seguidas, evidenciando que cada vez necesitaba más y más sustancia para encontrarse a gusto y pletórico y locuaz.
Yo me fui alejando, poco a poco, mis relaciones con los del barrio fueron enfriándose conforme aumentaban mis relaciones en otros lugares, conforme buscaba mi propia tabla de salvación. Al igual que había llegado a tratarlo, fui desprendiéndome de su compañía y de la de mi compadre, cada uno de nosotros buscaba su manera de seguir la vida sin que esta nos fracturase el futuro antes de tiempo, nosotros dos habíamos encontrado pareja, alguien con quien compartir pero él no, el seguía en el camino en soledad.
Nunca había estado en un lugar como aquel, siempre que había pasado por delante de la puerta miraba con cierta duda lo que podría acontecer allí, cómo sería por dentro, pero casi con la certeza de que nunca lo vería ni lo sabría por mí mismo, qué equivocado estaba. Fui allí un tanto azorado y nervioso, acompañado de mi pareja, en el horario que mi compadre me había dicho que podría acceder. Pensé que era más difícil conseguir entrar a un lugar como ese pero no lo fue, sin casi trámites tuvimos el paso franco a la visita, cierto que tampoco vi demasiado del lugar, solo algunos pasillos de la segunda planta y una sala como de espera o de reunión que me dio la sensación de incómoda y deprimente. Al vernos, él se sorprendió. Había pasado una semana, y apenas tiempo desde la muerte de la madre.
No recuerdo muy bien quién me dio la noticia, si alguno de mis hermanos o mi compadre con el que yo más compartía con él. De éste sí que recuerdo informarme del horario de visita, cuando le preguntaba el cómo y el porqué. La noticia fue como un bofetón, no lo podía creer, se había pretendido suicidar intentando clavarse un cuchillo en el pecho.
Se elucubra mucho sobre los suicidas, sobre si realmente se quieren quitar la vida o solo pretenden llamara la atención, o si se produce un desequilibrio momentáneo que en un punto se revierte y se toma conciencia de lo que está realizando y no lo lleva a término o quizás a veces lo demora para que alguien lo libere y rescate de eso que está intentando finalizar.
-No es fácil suicidarse-, me dijo; -Pensé que sería sencillo clavarse el cuchillo pero estaba muy duro, no penetró-. Lo había intentado en medio del pecho y el cuchillo chocó con el esternón y eso impidió que entrase profundamente. La herida quedó en algo superficial, no con la hondura necesaria. Nos quiso enseñar la herida pero yo le negué la posibilidad, él quería destaparla y mostrar aquella marca de su envite a la vida, pero preferimos quitarle la idea, no era agradable la situación y menos allí, en un bar tomando un café, en frente del hospital. Hablaba lento, se movía lento, sin duda el efecto de los tranquilizantes que le suministraban daban ese resultado. Él parecía asumir con más normalidad que nosotros lo sucedido, nuestro pudor evitaba las preguntas morbosas de cómo fue la secuencia, de si llevaba mucho tiempo pensándolo o fue un arrebato, de como hizo para clavárselo, si se apuñaló directamente o si lo apoyó en algún lugar y luego empujo su cuerpo, su tórax contra el metal, contra la punta del cuchillo, ni preguntamos si era un cuchillo grande o pequeño y por este motivo no consiguió su cometido. Tampoco preguntamos cuáles eran los motivos para llevarle a ese extremo, a esa solución final, a esa determinación de acabar con todo, ahora que ya no tenía las trabas y la carga de la madre. Nada de ello preguntamos, quizás en el fondo no queríamos saberlo, quizás ni siquiera quisiéramos estar allí. No estábamos a gusto. Estábamos violentos, intentando acompañarle en su dolor pero sin inmiscuirnos en él, queríamos ayudarle pero ser asépticos y no salir manchados de aquello.
Con el tiempo me he preguntado si fui para que se sintiese bien y arropado y querido o para sentirme yo bien, para que mi conciencia quedase en paz y tranquila, diciéndome a mí mismo no le he abandonado, sé que no tiene a casi nadie y yo he ido, he estado con él, animándole, diciéndole saldrás de esta, el camino elegido no ha sido el correcto, pero que sepas que hay gente que te aprecia y que está junto a ti para lo que necesites, para seguir viviendo, no te abandones que nosotros no te abandonamos.
Si ya me había llamado la atención la facilidad para acceder, me dejó más perplejo la facilidad de los enfermos para salir de allí. Al fondo del pasillo le encontramos en aquella sala en la que él estaba viendo la televisión y sin esperanza de una visita, al menos una visita anunciada o ya sabida de antemano de algún familiar o amigo. Nos divisó a través de la cristalera, y su cara denotó un leve asombro, y una sonrisa algo bobalicona. Se levantó y vino a nuestro encuentro, nos abrazamos y cruzamos palabras de saludo e interés de cómo se encontraba. Le dijimos de sentarnos allí en la sala, pero él enseguida dijo que no, que mejor salíamos a dar un paseo. Esto nos dejó descolocados, -pasear, ¿a dónde?- nos preguntamos sin preguntar, quizás interrogándole con la mirada. Nos pidió un minuto para irse a la habitación a por tabaco, y enseguida volvió para dirigirnos y guiarnos el camino tras sus pasos deshaciendo los que habíamos realizado nosotros y yendo en dirección a la calle. En el mostrador de información nadie nos evitó la salida y el guardia de seguridad tampoco nos exigió ningún documento para franquear la puerta, cierto que él vestía de calle, con lo que podría pasar por visita en vez de enfermo. No entendíamos que de un Psiquiátrico se entrase y saliese con esa facilidad. Uno siempre piensa que los que están allí ingresados lo están por que no son dueños de sus actos y podría dañarse o dañar a los demás. Le preguntamos sobre este régimen de salidas libres, y nos contó que el pabellón en donde estaba él eran gente con diagnostico leve y podían salir con la visita a la calle hasta las ocho de la noche, y que los graves estaban en otra parte del edificio con la imposibilidad de salir.
Esto nos dejó más tranquilos sobre su estado mental, significaba que los médicos no le veían demasiado desequilibrado como para tenerlo encerrado. Tras un paseo por el bulevar que era aquella calle, decidimos tomar un café en un bar para estar sentados y hablar tranquilamente. La conversación transitó por lugares comunes, sin entrar a fondo en el problema que había degenerado aquella situación, aquel estar en un bar frente a un hospital con pabellones para enfermos mentales o de conducta o de cualquier otro nombre que le queramos dar para evitar la palabra que da tanto miedo. Todo transcurrió muy pulcro en nuestro hablar y comentar, más que por nuestras preguntas, supimos por su decir lento pero constante, que no sabía muy bien porqué lo hizo, que quizás todo lo vivido en los últimos tiempos en su vida y con sus padres le llevaron a hacer esa “gilipollez”, que hubo algo en su cabeza que le decía que lo mejor era acabar con todo, pero que tras esa semana en el hospital ya se sentía mejor y que creía que saldría en cuatro o cinco días. La hora de visita se estaba acabando, ya eran casi las ocho cuando le acompañamos hasta la puerta del sanatorio y nos despedimos hasta la semana siguiente, pero no hubo semana siguiente ni otra posterior, pasaron esas semanas y no regresamos, la excusa era buena; por exceso de trabajo no tuvimos tiempo de ir. Y después ya le dieron el alta. No habían pasado solo cuatro o cinco días más como él nos pronosticaba. Había pasado un mes más en el hospital.
Lo que aconteció después lo tengo más vago en mi cabeza, yo ya no paraba casi por el barrio. La relación con mi pareja y con amigos de otros lugares, fueron dando por finiquitada aquella fase de mi vida, y mi transitar por el barrio se hizo cada vez más esporádico hasta desaparecer al cambiarme de domicilio. Sé que le ayudaron a adecentar su casa, estaba hecha una pocilga, y hubo gente que le apoyó mucho en esos días, pero poco más sé, salvo que incluso estos que le ayudaron se fueron apartando poco a poco de él o él mismo los apartó.
Las pocas veces que le vi después de su salida del hospital, estaba hinchado por la medicación y seguía con esa lentitud en todo su ser que conlleva estar semi-sedado todo el tiempo, su discurrir en el pensamiento se resentía y parecía que sus reflejos mentales estaban atrofiados, ahora sí que lo veía como un enfermo mental, más, mucho más que el enfermo que me encontré en aquel hospital cuando salimos a tomar el aire y pasear por ese bulevar una tarde de otoño. A veces, si le veía de lejos, evitaba pasar por donde estaba, su conversación se me hacía pesada y latosa.
De vez en cuando, si pasaba por el barrio a visitar a mis padres preguntaba por él, pero ciertamente sin demasiado ímpetu e interés real por saber a fondo. Quizás sólo empujado por la curiosidad de saber si esta vez también saldría del infierno como otras tantas veces lo bordeo, y cómo no, creía que con algo de afecto por los años de noches de alterne compartidas. Las noticias eran siempre las mismas seguía de baja médica. No sé cuánto tiempo pasó con certeza desde el incidente del intento de suicidio y la visita al hospital, los encuentros posteriores a su salida y los no encuentros, por ser evitados, y ese momento en el que pregunté a mi hermano si sabía algo de él, y que como un jarro de agua fría me cayó cuando me dijo; “Pero tío, si murió hace tres meses, pensé que lo sabías”. Mudo me quedé, noté mi cara palidecer, no lo podía creer, no me había enterado del devenir final, nada me hacía presagiar este desenlace. Pregunté si se suicidó, pero me dijo que no. A que era debida la muerte no me supo decir, me dijo que una versión era que fue un fallo hepático, que aún con los medicamentos seguía bebiendo alcohol y eso le pudo producir la muerte. Otra vez pudoroso no pregunté, no quise interrogar a unos y otros qué le hizo morir, me aparté del morbo de saber quién le encontró, y como le encontró. Procuré no indagar más, pensar en ello era pensar que yo en más de tres meses no me preocupé por saber de su estado, era darme cuenta de que en el fondo me daba un poco igual su futuro, su existir cuando aún estaba. Era ser consciente de que mi afecto hacía él nunca fue muy fuerte, y eso cuando te lo encuentras de frente sin paños calientes, no es grato verlo y reconocerlo. Ya no tenía que evitarle, ya no estaría más.
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. *Peseta: Fue la unidad monetaria en España desde su aprobación el 19 de octubre de 1868 hasta el 1 de enero de 1999, cuando se introdujo el euro. (1 euro = 166,386 pesetas)
. **En esta historia uno no sabe si fue la “puta cocaína”, como nos canta Supersubmarina, y pasar de ciento a cero lo que llevó hasta ese final de locura y demencia o fue sólo un estadio más en el recorrer y avanzar de un desvarío mental que acompañó toda su vida al protagonista.
«Ciento cero«

. *** NA: Publicado originalmente el 14 de Noviembre de 2014. Hoy recibe una segunda oportunidad.