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Archivos de etiqueta: Copas

Thais

16 Viernes Ago 2019

Posted by albertodieguez in Música, Relato

≈ 19 comentarios

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Al final de este viaje, ausencia, Óleo a una mujer con sombrero, congoja, Copas, delicadeza, dependencia, desesperanza, flechazo, Música, Mujer con sombrero, silencio, Silvio Rodríguez, teléfono, tristeza, voz

Como aquella diosa griega yo la vi. Con un sombrero, aun estando en un bar de copas, aun estando plagado de gente, siendo el último reducto en la zona donde seguir alargando la noche.  A mi paso cerca de ella, casi en la entrada, pegada a la puerta, muy próximos uno del otro por lo atestado de la sala, nuestras miradas se cruzaron y mi gesto con mueca de sorpresa ante su belleza quizás le hizo gracia y me devolvió una sonrisa de esas que derriten los hielos por su calor, esas sonrisas que aceleran el corazón y pueblan la mente de ficciones venideras, dejando a uno cara de bobo. Por ser ya la hora casi de cierre pensé que se marchaba por el atuendo calzado en la cabeza, pero equivocado estaba, puesto que desde lejos la vislumbré en el mismo lugar con las sienes cubiertas por ese fieltro de color camel, parlante con sus acompañantes durante la estancia en el local. De todas formas no le di más importancia, era una belleza inalcanzable, y solo se me escaparon un par de miradas en busca de ese sombrero desde mi alejado lugar, y difícil de observar dentro del laberíntico local.

Avanzó el tiempo y la campanilla de cierre nos empujó a ir abandonando el sitio, y desfilando poco a poco fue saliendo la gente desde el fondo del garito, y desde allí, desde esa profundidad nos marchábamos mis compañeros de noche y yo, cuando me topo de nuevo con ella, que aún apuraba los últimos minutos antes del cese total. Y de repente veo que al verme desde cierta distancia, se gira casi por completo para regalarme de nuevo su rostro, visión telúrica pero que me parece en ese instante celestial. Llegando a ella, me oigo hablando, sin ni siquiera darme cuenta; la digo algo, me dice algo, y siendo ya el final de la noche mis palabras se dirigen por los argumentos de la pena, evidenciando y verbalizando que nos hemos encontrado demasiado tarde. Todo sucede tan rápido, todo en menos de un minuto según avanzo a su lado, sus ojos chisporrotean, sus mejillas se ven como porcelana, sus labios se mueven con la lentitud de la promesa deseada, y surge de su boca la petición jamás esperada, – “dame tu teléfono” -.

La marea de gente que pugna por abandonar el local me lleva en volandas y no puedo parar a su lado, no tengo bolígrafo, ni tarjeta que alcanzarle con el número apuntado, y le digo mi teléfono cantado esas cifras como impulso desesperado, a sabiendas que se perderá en el aire y nunca será por ella marcado. Y salgo a la calle y el frío del invierno no lo siento por lo azorado, por pensar la oportunidad que pasó a mi lado y ya veo diluirse en la noche acabada. Pido al portero regresar al interior y este me deniega la petición, lo intento con el invento de búsqueda de un amigo dentro, y el tipo mal encarado me dice que me aparte a un lado. Dudo que hacer, si esperar en la puerta o marchar, mis amigos me conminan a decidir, ellos quieren partir. Me pliego a sus requerimientos y comienzo el ascenso de la cuesta en su compañía, mirando cada dos pasos hacia atrás, buscando con la mirada la puerta del local por si ella saliese, pero el final de la noche me deja sin su presencia. Regresando a casa, en el taxi me regodeo en la visión y en la mala suerte de un encuentro acabado antes de empezado.

La voz es suave, delicada, de terciopelo, no la recordaba así, el teléfono acentúa esa calidez que me llega por el auricular. La imagen que tengo de ella casa a la perfección con esa tonalidad. Me estremece unir ese sonido y esa imagen. Estoy sorprendido, estoy alucinando, es su voz, sin duda, es ella, la diosa nocturna, aún un poco incrédulo de que memorizase el teléfono dicho de carrerilla por mí, y cogido al vuelo por ella. Me habla, me pregunta si la recuerdo, me sonrío; cómo no recordarla, han pasado cinco días desde ese breve encuentro, es jueves, ¿me llamará para quedar este fin de semana?, no doy crédito pienso, e imagino que esto esté sucediendo, la felicidad me está ahogando. Lo pienso y me sosiego, no debo adelantar acontecimientos. Le hablo de mi sorpresa por su memoria, su capacidad de captar los números y guardarlos en la cabeza, ella rebaja y declina mis piropos a su mente, diciendo que al poco rato para evitar olvidarle apuntó el número con lápiz de ojos en una servilleta. Entonces me gana más todavía, está claro que le interesaba recordarlo y recordarme, si no lo podría haber dejado estar en el aire y quizás si al día siguiente lo hubiese recordado, puede que me hubiese llamado. Estoy palpitante, y con sonrisa de bobo, me veo en el espejo felizmente ilusionado. Después de varias frases, me dice que quizás me parezca una locura la llamada, pero necesitaba hablar con alguien, yo la presto mis oídos para que me cuente, qué le sucede, qué necesidad la empujó a llamar a un desconocido solo para hablar. Y ella habla de su soledad, lleva tiempo en la ciudad pero no siente amigos con los que desahogar su ánimo contraído, me dice que mi breve visión le trasmitió serenidad, le hizo pensar que yo escucharía sin preguntar sin importunar en demasía, yo sigo al otro lado del teléfono pasmado, desconcertado. Me cuenta que es de Granada, que está estudiando Danza en Madrid, que en su ciudad no había una escuela de la calidad de la de aquí, y para poder progresar debía venir, que le ha costado mucho separarse de su familia, y que a ratos se siente triste, muy triste. Yo no sé qué decir, no tengo experiencia en este tipo de situaciones, improviso palabras que reconforten su ánimo, su voz se me ha vuelto desesperada, la angustia la percibo como si fuese mía, pasan los minutos, muchos minutos, ella finalmente descargada de su desconsuelo, me dice que la perdone, que no tiene derecho a hacerme esto que me ha hecho, contarme sus desdichas de vacío y congoja. Nos decimos adiós, sin antes decirle que no se preocupe, que me llame cuando lo necesite, que me llame cuando quiera.

Cuelgo, y me quedo abstraído, atrapado en un ensueño, ¿será verdad lo vivido hasta hace un momento?

Pasan varios días y su voz se desliza otra vez por el teléfono, me da un vuelco el corazón al escucharla de nuevo, realmente pensé que nunca más sabría de ella. Pregunta si puedo hablar con ella, si tengo tiempo, y le digo que sí, que para ella siempre tendré tiempo, que si es necesario correré en su busca si así lo desea, y ella lo agradece, aunque por su tono, percibo que cree que lo digo por galantería con ánimo de ligue, y no entiende que yo soy como ella, que el frío espiritual me tiene helado muchas veces y quizás no sabe que la comprendo, que su estado no me queda lejos, que aquello que la atenaza me agarra a mi también bien dentro, y mis palabras para ella las convierto en arrullos para mis adentros, susurros que me confortan el alma, que en cada palabra va algo de mí. Me cuenta que hoy ha llorado, que acaba de hablar con su padre, al que está muy unida, y ha tenido que hacer un gran esfuerzo para parecer animada. A su familia no les trasmite lo mal que lo está pasando, no quiere que se enteren, han hecho un esfuerzo para que ella haga lo que más desee, que es bailar, que es la danza clásica, y si viesen que se encuentra fatal, la dirán que se vuelva, que deje sus sueños si éstos la van a hacer sufrir, pero ella es algo testaruda y no se quiere dar por vencida, y se dice que lleva poco tiempo fuera y que ha de ser fuerte y acostumbrase a la soledad, al frío, al calor familiar lejano. Se me pone un nudo en la garganta, su voz suena atormentada, percibo ese llanto sufrido hace unos minutos, esa aflicción condensada durante su diálogo con el padre y derramada en sollozo al colgar. Me desgarra imaginar todo, esa delicadeza física que recuerdo de ella, a media oscuridad, sin querer salir de casa, allí al otro lado del  auricular, sin poder abrazarla para que descanse de sus tormentos internos, de sus disquisiciones negativas sobre su vida. Le acompaño por ese camino de tristeza, escucho y escucho, y su dolor ya es mi dolor, y temo un fatal desenlace, y pido un encuentro para verla de nuevo, y ella esquiva y evita quedar. Y así pasan los días con llamadas, primero muy seguidas, incluso a veces varias en la misma semana, y después, más distanciadas, aunque sus penas no se van mitigando, ella se va ausentando, me asusta llegar un día y no oír su voz, y sé que eso sucederá, que desde el primer instante solo es una pintura en mi mente, una belleza ausente. Una mujer con sombrero. Y ahora soy yo el que espera pegado al teléfono que suene, que me pida que la escuche, ahora soy yo el que la necesita, sentir que le soy útil, que ella tiene dependencia de mí, y no me doy cuenta de que soy yo el dependiente de ella.

Y llegó ese tiempo fatídico que tanto temía, pasaron las semanas que formaron meses y la voz quedó dormida, y ahora quisiera poder ver que sigue existiendo, que la ausencia de llamadas no es por el cese de vida, no quisiera creer que acabó con su vida, aunque en mi conciencia nadie me quita la idea que no pudo con su tristeza, que fue más fuerte que el deseo de vida.

Quizás por ello, por verla como la diosa que su nombre conlleva, me cortejó para su causa, para su lucha, que no era una lucha contra otros, sino batalla interna. Una batalla que quizás la hizo perecer en la contienda.

 

 

 

 

.     *En busca de música para el texto encuentro esta canción de Silvio Rodríguez que pareciera escrita para esta vivencia relatada.

“Óleo a una mujer con sombrero“

**Thais: Nombre de origen Griego que proviene de una diosa que cortejaba a los hombres de la época para que lucharan por ella, en las guerras, su significado es un rayo de luz, aunque también se le adhiere la flor más bella y preciada.

.     ***NA: Publicado originalmente el 16 de Noviembre de 2012. Hoy recibe una segunda oportunidad.

Regalando palabras (7ª parte)

14 Miércoles Ago 2019

Posted by albertodieguez in Música, Relato

≈ 9 comentarios

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afecto, amor, café, cena, cita, cobardía, compañera, compañeros, Copas, desafecto, duda, En Transito, Fiesta, frases, insomnio, llanto, Música, miedo, noche, nota, notas, piropo, Porque la quería, Serrat, tristeza

Las dos notas descansaban encima de la mesilla; “Los hombres como tú solo se encuentran en los mejores sueños” y “No te olvides de la fiesta, no vayas a faltar”.  Una, un piropo que cualquiera desearía recibir, la otra una cita que nadie evitaría. Las estuvo contemplando durante mucho tiempo, las cogió y las dejó varias veces, las leyó y las olió como ya hiciera en alguna que otra ocasión por si algún aroma le daba pistas sobre su autoría. Realmente era absurdo buscar olores o perfumes; aunque los hubiese, no tenía en su cabeza con qué compararlos y no se veía aspirando e inhalando por ahí para conseguir certezas de quién estaba detrás de estas palabras regaladas que tanto daño le estaban haciendo. Irónicamente lo que debía ser alegría y placer por ser destinatario de esas letras, no lo eran, contrariamente su mundo se desmoronaba por dos papeles garabateados y eso le dolía, todo lo construido durante tantos años, tantas convicciones derribadas al exhalar esas silabas su boca cuando bisbiseando las leía una y otra vez. Estuvo largo rato con la mirada perdida, absorto. Mirando al frente, mirando su anodino frente de armario, inerte, a ratos parecía catatónico. Se levantó de la cama. Ya lo había hecho antes; dos, tres, quizá cuatro veces, acercándose a la cocina a beber. Tenía la boca seca, optó de nuevo por agua, sin el resultado de saciarse y tranquilizarse que perseguía con esas idas y venidas, pensó que si seguía bebiendo agua terminaría con dolor de barriga; entonces aun siendo horas algo intempestivas decidió prepararse un café bien caliente en taza grande con una pizca de leche para intentar conciliar el sueño, la cafeína no le impedía dormir, al contrario le sumía en un estado reconfortante que lo llevaba con más facilidad al descanso.

Toda la tarde estuvo con los nervios metidos dentro preguntándose si había tomado la mejor decisión, si aquella determinación era valiente o por el contrario de un gran cobarde.

Mientras se toma el café allí sentado en la cocina, en esa madrugada que se le alargaba como si el tiempo no avanzase, se deja llevar por la imaginación pensado como estaría transcurriendo la velada en el lugar al que había evitado ir, el lugar al que le conminaba esa segunda nota, esa cita, que quizás no era una cita y sólo se tornaba así en su parecer. En ese momento ya estarían con las copas, la cena habría acabado hacía un par de horas o más, y ahora estarían repartidos en diversos corrillos, según se sintieran más identificados; agrupándose por las mismas afinidades o afectos o departamentos o jerarquías, como suele pasar en las fiestas de empresa en la que estos grupos suelen ser bastante estancos y  aunque algunas personas tengan la capacidad de moverse con soltura entre varios de ellos, lo normal y general es que cada grupúsculo sea un ente cerrado y endogámico, y sus miembros no tiendan a aventurarse a la mezcla e intercambio. Veía con nitidez el grupo en el que estaría integrado, como las veces anteriores, -las pocas veces anteriores sería más ajustado decir, puesto que en cuanto podía eludía esas reuniones festivas -. Inicialmente se ve en su grupo de compañeros de departamento -en el que no se encuentra demasiado a gusto-, pero sin perder de vista al reducido grupo en el que se sentiría más cómodo sin duda, y al que en cuanto pudiera se deslizaría sigilosamente, que no es otro que el de afinidades en el que se encontraría Helena. Se ve ya en ese grupo y se ve nervioso, más nervioso de lo habitual, sin la naturalidad que debiera por haber intimado con ella no hacía mucho y que se reflejaba en la oficina hasta la llegada de aquellas notas a su vida, o quizás por eso mismo, por haber intimado siente esa inseguridad y ese nerviosismo de adolescente descubriendo al otro sexo. Se ve intentando sosegarse, pero su corazón palpita como nunca, y se le llena la cabeza de palabras que quisiera decir pero su boca no se abre, sus pupilas brillan de emoción y miran con deleite como ella habla y dice y él asiente a todo como un fan a su ídolo, escucha pero no oye, simplemente está colmado de alegría, inmensa alegría que se agolpa en su pecho. Idiotamente se muere de amor.

Se serena y vuelve a la realidad, mira el reloj, es muy tarde, debería irse a dormir, regresa a su cuarto, se siente cansado pero los parpados no quieren caer. Siente humedad en sus ojos, y como se desborda bajando por una de sus mejillas un riachuelo salado. Se limpia el rostro. Se dice que es absurdo todo esto, que se ha hecho castillos en el aire como un inocente. ¿Cómo él, tan analítico se ha dejado llevar por el impulso irracional?

Abrigó la posibilidad de que estuviese equivocado en su elección de vida y que estas notas fuesen la señal que marcaba su error, pero fue efímero ese espejismo, enseguida concibió que la equivocación era el cambio de pensamiento y que lo que creyó una señal era solo una percepción engañosa auspiciada por él mismo. Siente dolor en el pecho. Se acuesta y apaga la luz sin mucha convicción de poder dormir. Mañana debería volver a su nada cotidiana, a su vida sin perspectivas, sin proyectos como tan bien le había ido hasta ahora. Sin vincularse afectivamente a alguien, nadie en su horizonte. Aún estaba a tiempo de volver a su rutina sin desbaratar nada suyo ni de otros, a tiempo de volver a su deambular solitario por la ciudad. Seguro que no saldría bien, no estaba hecho para compartir la soledad, desde siempre lo supo desde la infancia se fue preparando para ello y lo había conseguido, no debía flaquear ahora. Seguro que antes o después se vería que la cosa no funciona por él, algo misántropo. Es mejor que ella no pierda el tiempo con una persona como él.

Tenía todo el fin de semana para pensar como ir alejándose y evitar el contacto con ella, el encuentro y la conversación casual no buscada pero si aceptada con alegría hasta ahora, y deseada los últimos días; sabe que no le va a ser fácil pero no debe dudar en que es lo mejor. El cansancio y la oscuridad lo acunan. No será difícil rehuirla, sabe de sus costumbres y horarios y no será complicado moverse eludiendo esa posible coincidencia en los pasillos. El alba despunta y por fin cae rendido, acomodando el rostro de ella en sus sueños en donde para siempre lo quiere guardar, para cada noche encontrarlo allí, esperando ser retomado.

 

 

 

.                                                                                              Fin

.

.     *Él, que huyó del amor, del enamoramiento, no lo pudo evitar y porque creyó quererla se apartó, no confiaba él… como nos canta Serrat.

“Porque la quería“

Serrat-En_Transito-Frontal

.     **NA: Publicado originalmente el 01 de Junio de 2015. Hoy recibe una segunda oportunidad.

 

Entrando y saliendo del averno

14 Jueves Nov 2013

Posted by albertodieguez in Música, Relato

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adicción, alcoholismo, Amistad, barrio, Ciento cero, Cocaína, Copas, culturismo, drogas, Electroviral, familia, locura, ludopatía, Muerte, pareja, Psiquiátrico, Ruptura, suicidio, Supersubmarina

Nota del Autor:

Hoy el relato es más largo de lo habitual, y espero que la extensión no haga desistir por adelantado de su lectura o que el desarrollo del texto se haga latoso y lleve al abandono antes de su finalización. Pensé en capitularlo, pero al final decidí que si lo hacía la historia podía perder intensidad e interés (sí es que conseguí dárselo en algún momento). Sin más os invito a seguir el viaje vital del protagonista y de su relator.

Entrando y saliendo del averno.

Hubo un tiempo en el que decides evitar a alguien y después te sientes mal por un instante, pero enseguida te argumentas los motivos para convencerte y creer que no haces mal, que tu decisión es lógica y normal, y así poder sentirte mejor. Más tarde pasa el tiempo y no quieres ni siquiera pensar en ello, los sucesos sobrepasan a las acciones y los hechos se hacen irreversibles.

Haber pasado por todo aquello era sorprendente, entrar y salir indemne de ello, a priori era llamativo, aunque después pudimos  ver y comprobar que no era todo así de fácil como lo veíamos o mejor como lo interpretábamos. No se pasea por el infierno sin quedar algo chamuscado, o  se deambula bajo la lluvia sin paraguas y se regresa seco al hogar.

Después de compartir bastante, uno empieza a evitar coincidir y se da cuenta de que no está a gusto en su compañía, y esquiva y procura no pasar por donde pudiese ser encontrado por aquél que durante un tiempo fue compañero y compadre de salidas y desmadres. Se escuda el que lo hace en que ha cambiado de hábitos de ocio y diversión, e incluso que encontró pareja y ya los amigos de años pasados tienen que entender que es ley de vida el emparejamiento, y el alejamiento por tanto, de lo que antes fue rutina compartida.

No era amigo al principio, casi no lo era ni de los mismos del barrio, de mis amigos nuevos, aunque yo no era nuevo del todo en el barrio sí que había estrenado amistad con ellos no hacía demasiado, no estuve allí en la infancia que había pasado en otro barrio no muy lejos de éste. Él, de ellos era más que amigo de niñez conocido de la infancia, quiere decir esto que aunque cohabitaban en el barrio, siendo vecinos, incluso con algunos de ellos compartiendo portal y edificio, no jugaron juntos, no eran del mismo grupo, no formaban parte de la misma pandilla, nunca fueron realmente amigos en aquella época. Según contaban, ya algo más crecidos, allá avanzando por la adolescencia, la separación fue más evidente. Es en esa época, en la que unos abandonan el barrio más que otros, y se buscan y se encuentran otros lugares donde se está más a gusto, con gente más afín a uno. Estas amistades que alejan del origen suelen ser con quién compartes horas de estudio o al menos lugar de estudio, el colegio y el instituto y luego la universidad forman ese hábitat novedoso que nos separa de nuestros primeros amigos de la infancia, aunque a él en este caso no le separaba de nadie, puesto que según me dijeron no había nadie de quién apartarse, no tenía amigos en el barrio, su madre siempre le mantuvo apartado de los demás chicos.

Cuando le empecé a ver por allí, por el bar, no mucho después de mi llegada a ese lugar como punto de encuentro, fue formando parte de una pandilla, de chicas la mayoría, amigas de la hermana de uno de mis amigos, él era novio de una de las muchachas desde no hacía mucho tiempo. Por aquel entonces él estaba musculoso, iba al gimnasio y se le veía muy en forma. Meses después lo dejó con aquella chica y es cuando empezó a aparecer más habitualmente por el bar, ya sin la excusa de la pareja, y más como asiduo al local, nosotros lo éramos por amistad con el hijo del dueño. Quizás fue esa ruptura, o no sabría muy bien porqué fue, cuando pasó de estar musculoso a aumentar su masa muscular espectacularmente. Había entrado en la dinámica del “Culturismo”, con todo lo que conllevaba. Todos los días al gimnasio a “machacar” al menos un par de horas y cómo no, la ingesta de anabolizantes y esteroides que se suelen tomar para potenciar el aumento de la musculatura de forma poco sana y poco natural. Estaba hecho un “toro”, al principio fuertemente definido, pero pronto pasó a estar deformado de tanto volumen, con ese andar de la gente con la musculatura excesivamente desarrollada que le impide una postura natural, teniendo que llevar los brazos algo arqueados y dando un aire un tanto cómico a esos tipos. Quizás fuese su escapatoria, su forma de enlutar aquella ruptura sentimental y descargar con las pesas esa frustrante situación, por lo que supe, después no lo pasó nada bien con la ruptura. No podría decir exactamente cuánto duró este estado de flagelación física, lo que sí es seguro, es que por ese entonces yo no le trataba demasiado, pero algunos de mis buenos amigos coincidían con él en el gimnasio, por esa época algunos de ellos también iban a mantenerse en forma allí, y esto hizo que poco a poco se fuese aproximando al grupo.

Por esa temporada yo pasé casi todo el verano fuera de la ciudad, y al regreso de las vacaciones, en el inicio de septiembre le volví a ver, esta vez estaba ya menos musculado, como si se hubiese desinflado, como si el sol del verano lo hubiese derretido. Quizás si hubiese visto el proceso día a día no lo hubiese notado tanto, o no me hubiese llamado la atención de esa manera, el caso es que me impactó ver que ya no era esa figura vigorizada si no un cuerpo más normal, menos hinchado. Me pareció poca cosa, él no era alto y sin esa masa muscular no abultaba demasiado. Con el paso de las semanas cada vez se acentuó este cambio, parecía como si hubiese enfermado. Pero me explicaron que era un proceso normal cuando se deja el “Culturismo” y se relaja la fuerte rutina de pesas y ejercicios musculares y por su puesto se abandonan las pastillas potenciadoras, el cuerpo enseguida pierde todo aquel volumen desorbitado que había adquirido. Él había estado enganchado a este deporte y durante un tiempo estuvo obsesionado con él, esclavizado con la dieta y el ejercicio, pero un día se levantó y se dijo que ya estaba bien, – esto lo supe después-, que quería dejar de comer siempre lo mismo, que quería dejar de pensar en las grasas e hidratos ingeridos, y no quería medir los logros de su vida por los kilos que había conseguido alzar en “sentadillas”.

Fue entonces cuando empecé a tratarlo más, sobre todo porque se pasaba bastante tiempo en el bar, yo me dejaba caer por allí algunas tardes de la semana, él, todos los días o bien por las mañanas o bien por las tardes, se pasaba las horas muertas allí. Tenía turno rotativo en el trabajo y lo mismo hacía con su presencia en el bar, cuando estaba de tarde en el tajo pasaba las mañanas en el bar y a la inversa cuando el turno cambiaba a la semana siguiente. Cada tres semanas tenía turno de noche, entonces esa semana podía vérsele a veces por la mañana y otras por la tarde. En definitiva era raro el día que no se presentaba en el bar a pasar el rato antes del trabajo o después del trabajo, estaba más tiempo allí que en su casa.

Y quizás fuese ese estar sin mucho que hacer, lo que le llevó a lo que le llevó. Estar por estar, jugar a los dados, y al dominó, charlar con el tabernero y los parroquianos jubilados y parados que en el barrio abundaban, era su forma de pasar las horas. Pero no siempre había gente con la que compartir conversación o juegos de mesa, y poco a poco su divertimento y forma de pasar el tiempo se fue hacía el juego de azar, echando monedas en las máquinas tragaperras con aquel soniquete que era insoportable.

Era una persona inteligente, bien formada en un colegio de curas, uno de los mejores de la ciudad y con un buen trabajo en artes gráficas, lo que hacía para mí más llamativo el asunto del juego de azar. Saliendo de la adolescencia algún amigo tuve con cierta fijación por estas máquinas que parecen lanzar cantos de sirena, incluso desde la infancia había visto gente totalmente embaucada por esas lucecitas y sonidos, con el más ferviente de ellos el de las monedas golpeando el metal al caer el premio obtenido. Desde pequeño, acompañando al mercado a mi madre, veía mujeres en los bares de los alrededores gastándose el dinero de la compra, tentando a la suerte, que les era adversa la mayoría de las veces y se tenían que volver a sus casas sin el dinero y sin la comida con la que poder alimentar a su familia.

En aquel bar de barrio, punto de encuentro, había visto a vecinos pedir al camarero que apagase la máquina, -“La tengo calentita”, decían-,  para que nadie pudiese seguir jugando y que le arrebatase lo que ya consideraba suyo, y se iban casa a por más dinero para continuar con el juego. En otras muchas ocasiones vi pedir fiado al dueño del bar, para terminar la partida en busca de saltar la banca de la máquina, que la más de las veces no servía para cubrir la inversión realizada en busca del premio. Pero todo esto lo veía un poco distanciado, entre el estupor y la sorpresa de ver a la gente enajenada por este juego perverso. Nadie cercano en el afecto a mí, cayó en este vicio del juego, a nadie vi caer de manera tan próxima en la ludopatía como a él, llegar al extremo de gastar más de quince mil pesetas* al día en el juego era alucinante, ver como las palabras que le decían para evitarlo caían en saco roto. Ser testigo de ello pero sin la confianza de la amistad, -aún no la había entre ambos-, para intentar inmiscuirme e intervenir en el asunto, era como ver una función o una película en la que ves que el camino que están tomando las cosas no van traer nada bueno, pero que no podrás cambiar nada del guion para evitarlo y todo sucederá sin remedio. Incluso, en parte, te da un poco igual como acabe la cosa, ese que no te es cercano, te es solo alguien que ves y aunque poco a poco se acerca, bajo ese halo de luces y sonidos le tienes algo denostado.

Un día, quedamos los colegas para salir de copas, y no sé muy bien cómo pasó, el caso es que se incorporó a la salida. Luego, más adelante, coincidíamos en algunos locales y poco después se unía de vez en cuando a algunas salidas, aunque fue mucho más tarde – o no tanto, el recuerdo se diluye y confunde- cuando fue integrándose con frecuencia, como uno más del grupo.

Antes de ese momento ya se vio un cambio en él. Ya no era ese individuo plantado delante de una máquina “tragaperras” desangrando su cartera. Sorprendentemente, por si solo había dejado y apartado ese vicio, esa enfermedad que es la ludopatía, incluso podía echar en la máquina las monedas que le sobraba del pago de un café, y no continuar jugando. Para mí era asombroso ese cambio, de estar totalmente abducido por el juego a dominar ese impulso irrefrenable que lleva a los enfermos por esta patología. Su control era tal, hasta el punto de no tener que evitar su contacto, como sería lo más lógico para no caer en la tentación de nuevo. Pero como no todo puede ser perfecto, sustituyó aquello por algo nuevo. Con el tiempo lo veo con más claridad, veo como si el juego hubiese sido una evasión, como antes lo fue el deporte, y al abandonarla era sustituida por otra, y esa otra esta vez era el alcohol.

Todos bebíamos bastante por aquellos años, el disfrute del alcohol era algo que en parte hacíamos todos sin excepción, pero básicamente los fines de semana y como momento de ocio y diversión. Él en un inicio no era muy bebedor, es más, cuando estaba en esa fase deportista, casi ni lo probaba. Pero supongo que con tantas horas allí en el bar y no siendo ya incompatible beber con su mantenimiento deportivo, pasó tras las comidas de los cafés y licores sin alcohol a los cafés acompañados con copa de pacharán y de las cervezas sin alcohol a las cervezas con alcohol. Una tras otra cerveza hacían que al cabo de las horas el alcohol se hiciese dueño de su comportamiento. Así paso una buena temporada en la que cuando te lo encontrabas por la tarde-noche, sus ojos vidriosos y algo inyectados en sangre delataban su estado ebrio, y su conversación se hacía pastosa y pesada. Era en esos momentos en los que quisieras haberte dado cuenta antes, viéndole de lejos su estado para poder evitarle, y como fuese el caso ya inevitable, buscaba uno la manera de desembarazarse de él.

Por esa época es cuando empecé a saber algo más sobre su familia. Él era hijo único, sus padres le tuvieron cuando eran algo mayores, sobre todo para aquella época, por lo que en esos momentos tenían una edad avanzada, pasando de la jubilación ya de largo. Su padre era alcohólico y su madre había perdido algo la cabeza, y de vez en cuando tenía que salir a buscarla por las calles porque se había ido y no volvía. En urgencias del hospital ya la conocían por su nombre puesto que se presentaba allí cada dos por tres, diciendo que se encontraba enferma, y entonces le avisaban a él para que fuese a recogerla. Fue saber de esta situación lo que me hizo entender un poco esta caída una tras otra en diferentes en obsesiones y hábitos que bien podrían ser debidos a trastornos de la personalidad producidos por una situación familiar estresante y dura. Incluso el hábito de fumar adquirido tras dejar el gimnasio, lo cogió con gran entusiasmo pasando de no ser fumador, a en poco tiempo consumir casi dos paquetes diarios.

Además, el trabajo tampoco le iba bien y se empezaban a complicar las cosas, ya había pasado la edad dorada del sector en el que trabajaba, ganando hasta esos años un muy bien sueldo. La irrupción cada vez más de nuevas tecnologías, ya había empujado fuera del sector a alguno de mis amigos que trabajaban en el mismo sector, pero él algo más cualificado sobrevivía a estos recortes de personal en las empresas, pero no se libraba del recorte de sueldo y con la amenaza del despido constante, que poco después se precipitó, cerrando su jefe la empresa y dando suspensión de pagos, por lo que no obtendría indemnización hasta que un año después obtuviese una pequeña compensación de unos tres millones de pesetas por resolución judicial, muy lejos de lo que le correspondía por sus años en aquel empleo. No estuvo demasiado tiempo en paro, enseguida ese mismo jefe que había cerrado la empresa le contacto para trabajar en una nueva empresa creada por él, pero esta vez le ofertaba el trabajo a cambio de trabajar sin contrato.

Ya por entonces el coqueteo inicial con la cocaína había ido tomando mayor protagonismo, a la vez que drásticamente y sorpresivamente había vuelto a las cervezas sin alcohol y dejar de beber con fruición, salvo algunas noches que tomaba algunas copas, ya no era ese estado de embriaguez constante antes de llegar la oscuridad y que saliésemos a tomar algo por los locales del barrio. Había vuelto a hacerlo, a salir él solo de una adicción, esta vez del alcoholismo que se había hecho más que patente para todos durante muchos meses, pero a cambio estaba entrando en un terreno peligroso de papelinas y menudeo, de visitas a bares y casas donde se traficaba.

Yo era testigo de cómo bajaba al infierno, incluso le acompañé durante algunos escalones, testigo de cada una de las adicciones y como reflotaba sin ninguna explicación al igual que había caído en ella. Era llamativo como podía hacerlo y parecer que quedaba inmune y sin ninguna secuela. Ahora había pasado de “pillar” los fines de semana entre todos y no todas las semana, a no salir ninguna noche de copas sin medio gramo en el bolsillo, que enseguida paso a ser un gramo, y de ahí a tener unas rayas a mano a diario, todo esto se desbocó durante el verano. Lo supe después, a la vuelta de mis vacaciones y de mi ausencia del barrio de casi tres meses y de no salir con la gente de allí por diversas razones.

A principios de ese año, había metido a su padre en una residencia, al que visitaba los fines de semana, y él se había quedado en su casa con la madre que no quería ser encerrada. Lo hizo, puesto que ya no aguantaba la situación en el hogar con los dos, uno borracho, otra loca. El padre accedió de buen grado el trasladarse a la residencia pero la madre se negó armándole una buena bronca y no hubo más remedio que continuar con ella en la casa, minándole la moral y dejándole los nervios de punta constantemente. Quería a la madre, pero sentía un fuerte deseo de que todo acabase, que desapareciese el problema, que ella muriese sería una liberación. No sé si sería esta la causa, ese peso encima de sus hombros de la madre y el padre y su soledad para enfrentarse a ello, lo que le hizo caer en el polvo blanco en barrena.

Cuando volví a verle tras ese verano, es cuando me enteré del desboque de la situación con la cocaína, en tres meses se había pulido los tres millones de pesetas de la indemnización y otro más de lo que tenía ahorrado. Alucinado se queda uno al ser consciente del ritmo de consumo de la droga para dilapidar tanto dinero en tan poco tiempo. Debía haber sido bestial, a todas luces, evidente por el aspecto físico que tenía, bastante más delgado y demacrado y un constante sorber las narices como cuando uno está acatarrado o alérgico o tiene algún problema nasal que no le permite una respiración correcta. Cuando hablabas con él no pasaban ni breves segundos sin ese sorber rápido como si alguna mucosidad estuviese a punto de escaparse por sus fosas nasales. Fosas que a veces por descuido tras el regreso del baño, venían tiznadas de blanco y había que hacerle algún gesto para que eliminase aquella prueba de polvo estimulante. Las visitas al servicio eran constantes y muy seguidas, evidenciando que cada vez necesitaba más y más sustancia para encontrarse a gusto y pletórico y locuaz.

Yo me fui alejando, poco a poco, mis relaciones con los del barrio fueron enfriándose conforme aumentaban mis relaciones en otros lugares, conforme buscaba mi propia tabla de salvación. Al igual que había llegado a tratarlo, fui desprendiéndome de su compañía y de la de mi compadre, cada uno de nosotros buscaba su manera de seguir la vida sin que esta nos fracturase el futuro antes de tiempo,  nosotros dos habíamos encontrado pareja, alguien con quien compartir pero él no, el seguía en el camino en soledad.

Nunca había estado en un lugar como aquel, siempre que había pasado por delante de la puerta miraba con cierta duda lo que podría acontecer allí,  cómo sería por dentro, pero casi con la certeza de que nunca lo vería ni lo sabría por mí mismo, qué equivocado estaba. Fui allí un tanto azorado y nervioso, acompañado de mi pareja, en el horario que mi compadre me había dicho que podría acceder. Pensé que era más difícil conseguir entrar a un lugar como ese pero no lo fue, sin casi trámites tuvimos el paso franco a la visita, cierto que tampoco vi demasiado del lugar, solo algunos pasillos de la segunda planta y una sala como de espera o de reunión que me dio la sensación de incómoda y deprimente. Al vernos, él se sorprendió. Había pasado una semana, y apenas tiempo desde la muerte de la madre.

No recuerdo muy bien quién me dio la noticia, si alguno de mis hermanos o mi compadre con el que yo más compartía con él. De éste sí que recuerdo informarme del horario de visita, cuando le preguntaba el cómo y el porqué. La noticia fue como un bofetón, no lo podía creer, se había pretendido suicidar intentando clavarse un cuchillo en el pecho.

Se elucubra mucho sobre los suicidas, sobre si realmente se quieren quitar la vida o solo pretenden llamara la atención, o si se produce un desequilibrio momentáneo que en un punto se revierte y se toma conciencia de lo que está realizando y no lo lleva a término o quizás a veces lo demora para que alguien lo libere y rescate de eso que está intentando finalizar.

-No es fácil suicidarse-, me dijo; -Pensé que sería sencillo clavarse el cuchillo pero estaba muy duro, no penetró-. Lo había intentado en medio del pecho y el cuchillo chocó con el esternón y eso impidió que entrase profundamente. La herida quedó en algo superficial, no con la hondura necesaria. Nos quiso enseñar la herida pero yo le negué la posibilidad, él quería destaparla y mostrar aquella marca de su envite a la vida, pero preferimos quitarle la idea, no era agradable la situación y menos allí, en un bar tomando un café, en frente del hospital. Hablaba lento, se movía lento, sin duda el efecto de los tranquilizantes que le suministraban daban ese resultado. Él parecía asumir con más normalidad que nosotros lo sucedido, nuestro pudor evitaba las preguntas morbosas de cómo fue la secuencia, de si llevaba mucho tiempo pensándolo o fue un arrebato, de como hizo para clavárselo, si se apuñaló directamente o si lo apoyó en algún lugar y luego empujo su cuerpo, su tórax contra el metal, contra la punta del cuchillo, ni preguntamos si era un cuchillo grande o pequeño y por este motivo no consiguió su cometido. Tampoco preguntamos cuáles eran los motivos para llevarle a ese extremo, a esa solución final, a esa determinación de acabar con todo, ahora que ya no tenía las trabas y la carga de la madre. Nada de ello preguntamos, quizás en el fondo no queríamos saberlo, quizás ni siquiera quisiéramos estar allí. No estábamos a gusto. Estábamos violentos, intentando acompañarle en su dolor pero sin inmiscuirnos en él, queríamos ayudarle pero ser asépticos y no salir manchados de aquello.

Con el tiempo me he preguntado si fui para que se sintiese bien y arropado y querido o para sentirme yo bien, para que mi conciencia quedase en paz y tranquila, diciéndome a mí mismo no le he abandonado, sé que no tiene a casi nadie y yo he ido, he estado con él, animándole, diciéndole saldrás de esta, el camino elegido no ha sido el correcto, pero que sepas que hay gente que te aprecia y que está junto a ti para lo que necesites, para seguir viviendo, no te abandones que nosotros no te abandonamos.

Si ya me había llamado la atención la facilidad para acceder, me dejó más perplejo la facilidad de los enfermos para salir de allí. Al fondo del pasillo le encontramos en aquella sala en la que él estaba viendo la televisión y sin esperanza de una visita, al menos una visita anunciada o ya sabida de antemano de algún familiar o amigo. Nos divisó a través de la cristalera, y su cara denotó un leve asombro, y una sonrisa algo bobalicona. Se levantó y vino a nuestro encuentro, nos abrazamos y cruzamos palabras de saludo e interés de cómo se encontraba. Le dijimos de sentarnos allí en la sala, pero él enseguida dijo que no, que mejor salíamos a dar un paseo. Esto nos dejó descolocados, -pasear, ¿a dónde?- nos preguntamos sin preguntar, quizás interrogándole con la mirada. Nos pidió un minuto para irse a la habitación a por tabaco, y enseguida volvió para dirigirnos y guiarnos el camino tras sus pasos deshaciendo los que habíamos realizado nosotros y yendo en dirección a la calle. En el mostrador de información nadie nos evitó la salida y el guardia de seguridad tampoco nos exigió ningún documento para franquear la puerta, cierto que él vestía de calle, con lo que podría pasar por visita en vez de enfermo. No entendíamos que de un Psiquiátrico se entrase y saliese con esa facilidad. Uno siempre piensa que los que están allí ingresados lo están por que no son dueños de sus actos y podría dañarse o dañar a los demás. Le preguntamos sobre este régimen de salidas libres, y nos contó que el pabellón en donde estaba él eran gente con diagnostico leve y podían salir con la visita a la calle hasta las ocho de la noche, y que los graves estaban en otra parte del edificio con la imposibilidad de salir.

Esto nos dejó más tranquilos sobre su estado mental, significaba que los médicos no le veían demasiado desequilibrado como para tenerlo encerrado. Tras un paseo por el bulevar que era aquella calle, decidimos tomar un café en un bar para estar sentados y hablar tranquilamente. La conversación transitó por lugares comunes, sin entrar a fondo en el problema que había degenerado aquella situación, aquel estar en un bar frente a un hospital con pabellones para enfermos mentales o de conducta o de cualquier otro nombre que le queramos dar para evitar la palabra que da tanto miedo. Todo transcurrió muy pulcro en nuestro hablar y comentar, más que por nuestras preguntas, supimos por su decir lento pero constante, que no sabía muy bien porqué lo hizo, que quizás todo lo vivido en los últimos tiempos en su vida y con sus padres le llevaron a hacer esa “gilipollez”, que hubo algo en su cabeza que le decía que lo mejor era acabar con todo, pero que tras esa semana en el hospital ya se sentía mejor y que creía que saldría en cuatro o cinco días. La hora de visita se estaba acabando, ya eran casi las ocho cuando le acompañamos hasta la puerta del sanatorio y nos despedimos hasta la semana siguiente, pero no hubo semana siguiente ni otra posterior, pasaron esas semanas y no regresamos, la excusa era buena; por exceso de trabajo no tuvimos tiempo de ir. Y después ya le dieron el alta. No habían pasado solo cuatro o cinco días más como él nos pronosticaba. Había pasado un mes más en el hospital.

Lo que aconteció después lo tengo más vago en mi cabeza, yo ya no paraba casi por el barrio. La relación con mi pareja y con amigos de otros lugares, fueron dando por finiquitada aquella fase de mi vida, y mi transitar por el barrio se hizo cada vez más esporádico hasta desaparecer al cambiarme de domicilio. Sé que le ayudaron a adecentar su casa, estaba hecha una pocilga, y hubo gente que le apoyó mucho en esos días, pero poco más sé, salvo que incluso estos que le ayudaron se fueron apartando poco a poco de él o él mismo los apartó.

Las pocas veces que le vi después de su salida del hospital, estaba hinchado por la medicación y seguía con esa lentitud en todo su ser que conlleva estar semi-sedado todo el tiempo, su discurrir en el pensamiento se resentía y parecía que sus reflejos mentales estaban atrofiados, ahora sí que lo veía como un enfermo mental, más, mucho más que el enfermo que me encontré en aquel hospital cuando salimos a tomar el aire y pasear por ese bulevar una tarde de otoño. A veces, si le veía de lejos, evitaba pasar por donde estaba, su conversación se me hacía pesada y latosa.

De vez en cuando, si pasaba por el barrio a visitar a mis padres preguntaba por él, pero ciertamente sin demasiado ímpetu e interés real por saber a fondo. Quizás sólo empujado por la curiosidad de saber si esta vez también saldría del infierno como otras tantas veces lo bordeo, y cómo no, creía que con algo de afecto por los años de noches de alterne compartidas. Las noticias eran siempre las mismas seguía de baja médica. No sé cuánto tiempo pasó con certeza desde el incidente del intento de suicidio y la visita al hospital, los encuentros posteriores a su salida y los no encuentros, por ser evitados, y ese momento en el que pregunté a mi hermano si sabía algo de él, y que como un jarro de agua fría me cayó cuando me dijo; “Pero tío, si murió hace tres meses, pensé que lo sabías”. Mudo me quedé, noté mi cara palidecer, no lo podía creer, no me había enterado del devenir final, nada me hacía presagiar este desenlace. Pregunté si se suicidó, pero me dijo que no. A que era debida la muerte no me supo decir, me dijo que una versión era que fue un fallo hepático, que aún con los medicamentos seguía bebiendo alcohol y eso le pudo producir la muerte. Otra vez pudoroso no pregunté, no quise interrogar a unos y otros qué le hizo morir, me aparté del morbo de saber quién le encontró, y como le encontró. Procuré no indagar más, pensar en ello era pensar que yo en más de tres meses no me preocupé por saber de su estado, era darme cuenta de que en el fondo me daba un poco igual su futuro, su existir cuando aún estaba. Era ser consciente de que mi afecto hacía él nunca fue muy fuerte, y eso cuando te lo encuentras de frente sin paños calientes, no es grato verlo y reconocerlo. Ya no tenía que evitarle, ya no estaría más.

 

 

  *Peseta: Fue la unidad monetaria en España desde su aprobación el 19 de octubre de 1868 hasta el 1 de enero de 1999, cuando se introdujo el euro. (1 euro = 166,386 pesetas)

 

**En esta historia uno no sabe si fue la “puta cocaína”, como nos canta Supersubmarina, y pasar de ciento a cero lo que llevó hasta ese final de locura y demencia o fue sólo un estadio más en el recorrer y avanzar de un desvarío mental que acompañó toda su vida al protagonista.

“Ciento cero“

Electroviral supersubmarina

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