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Archivos de etiqueta: Muerte

Entrando y saliendo del averno

24 miércoles Mar 2021

Posted by albertodieguez in Música, Relato

≈ 16 comentarios

Etiquetas

adicción, alcoholismo, Amistad, barrio, Ciento cero, Cocaína, Copas, culturismo, drogas, Electroviral, familia, locura, ludopatía, Muerte, pareja, Psiquiátrico, Ruptura, suicidio, Supersubmarina

Hubo un tiempo en el que decides evitar a alguien y después te sientes mal por un instante, pero enseguida te argumentas los motivos para convencerte y creer que no haces mal, que tu decisión es lógica y normal, y así poder sentirte mejor. Más tarde pasa el tiempo y no quieres ni siquiera pensar en ello, los sucesos sobrepasan a las acciones y los hechos se hacen irreversibles.

Haber pasado por todo aquello era sorprendente, entrar y salir indemne de ello, a priori era llamativo, aunque después pudimos  ver y comprobar que no era todo así de fácil como lo veíamos o mejor como lo interpretábamos. No se pasea por el infierno sin quedar algo chamuscado, o  se deambula bajo la lluvia sin paraguas y se regresa seco al hogar.

Después de compartir bastante, uno empieza a evitar coincidir y se da cuenta de que no está a gusto en su compañía, y esquiva y procura no pasar por donde pudiese ser encontrado por aquél que durante un tiempo fue compañero y compadre de salidas y desmadres. Se escuda el que lo hace en que ha cambiado de hábitos de ocio y diversión, e incluso que encontró pareja y ya los amigos de años pasados tienen que entender que es ley de vida el emparejamiento, y el alejamiento por tanto, de lo que antes fue rutina compartida.

No era amigo al principio, casi no lo era ni de los mismos del barrio, de mis amigos nuevos, aunque yo no era nuevo del todo en el barrio sí que había estrenado amistad con ellos no hacía demasiado, no estuve allí en la infancia que había pasado en otro barrio no muy lejos de éste. Él, de ellos era más que amigo de niñez conocido de la infancia, quiere decir esto que aunque cohabitaban en el barrio, siendo vecinos, incluso con algunos de ellos compartiendo portal y edificio, no jugaron juntos, no eran del mismo grupo, no formaban parte de la misma pandilla, nunca fueron realmente amigos en aquella época. Según contaban, ya algo más crecidos, allá avanzando por la adolescencia, la separación fue más evidente. Es en esa época, en la que unos abandonan el barrio más que otros, y se buscan y se encuentran otros lugares donde se está más a gusto, con gente más afín a uno. Estas amistades que alejan del origen suelen ser con quién compartes horas de estudio o al menos lugar de estudio, el colegio y el instituto y luego la universidad forman ese hábitat novedoso que nos separa de nuestros primeros amigos de la infancia, aunque a él en este caso no le separaba de nadie, puesto que según me dijeron no había nadie de quién apartarse, no tenía amigos en el barrio, su madre siempre le mantuvo apartado de los demás chicos.

Cuando le empecé a ver por allí, por el bar, no mucho después de mi llegada a ese lugar como punto de encuentro, fue formando parte de una pandilla, de chicas la mayoría, amigas de la hermana de uno de mis amigos, él era novio de una de las muchachas desde no hacía mucho tiempo. Por aquel entonces él estaba musculoso, iba al gimnasio y se le veía muy en forma. Meses después lo dejó con aquella chica y es cuando empezó a aparecer más habitualmente por el bar, ya sin la excusa de la pareja, y más como asiduo al local, nosotros lo éramos por amistad con el hijo del dueño. Quizás fue esa ruptura, o no sabría muy bien porqué fue, cuando pasó de estar musculoso a aumentar su masa muscular espectacularmente. Había entrado en la dinámica del “Culturismo”, con todo lo que conllevaba. Todos los días al gimnasio a “machacar” al menos un par de horas y cómo no, la ingesta de anabolizantes y esteroides que se suelen tomar para potenciar el aumento de la musculatura de forma poco sana y poco natural. Estaba hecho un “toro”, al principio fuertemente definido, pero pronto pasó a estar deformado de tanto volumen, con ese andar de la gente con la musculatura excesivamente desarrollada que le impide una postura natural, teniendo que llevar los brazos algo arqueados y dando un aire un tanto cómico a esos tipos. Quizás fuese su escapatoria, su forma de enlutar aquella ruptura sentimental y descargar con las pesas esa frustrante situación, por lo que supe, después no lo pasó nada bien con la ruptura. No podría decir exactamente cuánto duró este estado de flagelación física, lo que sí es seguro, es que por ese entonces yo no le trataba demasiado, pero algunos de mis buenos amigos coincidían con él en el gimnasio, por esa época algunos de ellos también iban a mantenerse en forma allí, y esto hizo que poco a poco se fuese aproximando al grupo.

Por esa temporada yo pasé casi todo el verano fuera de la ciudad, y al regreso de las vacaciones, en el inicio de septiembre le volví a ver, esta vez estaba ya menos musculado, como si se hubiese desinflado, como si el sol del verano lo hubiese derretido. Quizás si hubiese visto el proceso día a día no lo hubiese notado tanto, o no me hubiese llamado la atención de esa manera, el caso es que me impactó ver que ya no era esa figura vigorizada si no un cuerpo más normal, menos hinchado. Me pareció poca cosa, él no era alto y sin esa masa muscular no abultaba demasiado. Con el paso de las semanas cada vez se acentuó este cambio, parecía como si hubiese enfermado. Pero me explicaron que era un proceso normal cuando se deja el “Culturismo” y se relaja la fuerte rutina de pesas y ejercicios musculares y por su puesto se abandonan las pastillas potenciadoras, el cuerpo enseguida pierde todo aquel volumen desorbitado que había adquirido. Él había estado enganchado a este deporte y durante un tiempo estuvo obsesionado con él, esclavizado con la dieta y el ejercicio, pero un día se levantó y se dijo que ya estaba bien, – esto lo supe después-, que quería dejar de comer siempre lo mismo, que quería dejar de pensar en las grasas e hidratos ingeridos, y no quería medir los logros de su vida por los kilos que había conseguido alzar en “sentadillas”.

Fue entonces cuando empecé a tratarlo más, sobre todo porque se pasaba bastante tiempo en el bar, yo me dejaba caer por allí algunas tardes de la semana, él, todos los días o bien por las mañanas o bien por las tardes, se pasaba las horas muertas allí. Tenía turno rotativo en el trabajo y lo mismo hacía con su presencia en el bar, cuando estaba de tarde en el tajo pasaba las mañanas en el bar y a la inversa cuando el turno cambiaba a la semana siguiente. Cada tres semanas tenía turno de noche, entonces esa semana podía vérsele a veces por la mañana y otras por la tarde. En definitiva era raro el día que no se presentaba en el bar a pasar el rato antes del trabajo o después del trabajo, estaba más tiempo allí que en su casa.

Y quizás fuese ese estar sin mucho que hacer, lo que le llevó a lo que le llevó. Estar por estar, jugar a los dados, y al dominó, charlar con el tabernero y los parroquianos jubilados y parados que en el barrio abundaban, era su forma de pasar las horas. Pero no siempre había gente con la que compartir conversación o juegos de mesa, y poco a poco su divertimento y forma de pasar el tiempo se fue hacía el juego de azar, echando monedas en las máquinas tragaperras con aquel soniquete que era insoportable.

Era una persona inteligente, bien formada en un colegio de curas, uno de los mejores de la ciudad y con un buen trabajo en artes gráficas, lo que hacía para mí más llamativo el asunto del juego de azar. Saliendo de la adolescencia algún amigo tuve con cierta fijación por estas máquinas que parecen lanzar cantos de sirena, incluso desde la infancia había visto gente totalmente embaucada por esas lucecitas y sonidos, con el más ferviente de ellos el de las monedas golpeando el metal al caer el premio obtenido. Desde pequeño, acompañando al mercado a mi madre, veía mujeres en los bares de los alrededores gastándose el dinero de la compra, tentando a la suerte, que les era adversa la mayoría de las veces y se tenían que volver a sus casas sin el dinero y sin la comida con la que poder alimentar a su familia.

En aquel bar de barrio, punto de encuentro, había visto a vecinos pedir al camarero que apagase la máquina, -“La tengo calentita”, decían-,  para que nadie pudiese seguir jugando y que le arrebatase lo que ya consideraba suyo, y se iban casa a por más dinero para continuar con el juego. En otras muchas ocasiones vi pedir fiado al dueño del bar, para terminar la partida en busca de saltar la banca de la máquina, que la más de las veces no servía para cubrir la inversión realizada en busca del premio. Pero todo esto lo veía un poco distanciado, entre el estupor y la sorpresa de ver a la gente enajenada por este juego perverso. Nadie cercano en el afecto a mí, cayó en este vicio del juego, a nadie vi caer de manera tan próxima en la ludopatía como a él, llegar al extremo de gastar más de quince mil pesetas* al día en el juego era alucinante, ver como las palabras que le decían para evitarlo caían en saco roto. Ser testigo de ello pero sin la confianza de la amistad, -aún no la había entre ambos-, para intentar inmiscuirme e intervenir en el asunto, era como ver una función o una película en la que ves que el camino que están tomando las cosas no van traer nada bueno, pero que no podrás cambiar nada del guion para evitarlo y todo sucederá sin remedio. Incluso, en parte, te da un poco igual como acabe la cosa, ese que no te es cercano, te es solo alguien que ves y aunque poco a poco se acerca, bajo ese halo de luces y sonidos le tienes algo denostado.

Un día, quedamos los colegas para salir de copas, y no sé muy bien cómo pasó, el caso es que se incorporó a la salida. Luego, más adelante, coincidíamos en algunos locales y poco después se unía de vez en cuando a algunas salidas, aunque fue mucho más tarde – o no tanto, el recuerdo se diluye y confunde- cuando fue integrándose con frecuencia, como uno más del grupo.

Antes de ese momento ya se vio un cambio en él. Ya no era ese individuo plantado delante de una máquina “tragaperras” desangrando su cartera. Sorprendentemente, por si solo había dejado y apartado ese vicio, esa enfermedad que es la ludopatía, incluso podía echar en la máquina las monedas que le sobraba del pago de un café, y no continuar jugando. Para mí era asombroso ese cambio, de estar totalmente abducido por el juego a dominar ese impulso irrefrenable que lleva a los enfermos por esta patología. Su control era tal, hasta el punto de no tener que evitar su contacto, como sería lo más lógico para no caer en la tentación de nuevo. Pero como no todo puede ser perfecto, sustituyó aquello por algo nuevo. Con el tiempo lo veo con más claridad, veo como si el juego hubiese sido una evasión, como antes lo fue el deporte, y al abandonarla era sustituida por otra, y esa otra esta vez era el alcohol.

Todos bebíamos bastante por aquellos años, el disfrute del alcohol era algo que en parte hacíamos todos sin excepción, pero básicamente los fines de semana y como momento de ocio y diversión. Él en un inicio no era muy bebedor, es más, cuando estaba en esa fase deportista, casi ni lo probaba. Pero supongo que con tantas horas allí en el bar y no siendo ya incompatible beber con su mantenimiento deportivo, pasó tras las comidas de los cafés y licores sin alcohol a los cafés acompañados con copa de pacharán y de las cervezas sin alcohol a las cervezas con alcohol. Una tras otra cerveza hacían que al cabo de las horas el alcohol se hiciese dueño de su comportamiento. Así paso una buena temporada en la que cuando te lo encontrabas por la tarde-noche, sus ojos vidriosos y algo inyectados en sangre delataban su estado ebrio, y su conversación se hacía pastosa y pesada. Era en esos momentos en los que quisieras haberte dado cuenta antes, viéndole de lejos su estado para poder evitarle, y como fuese el caso ya inevitable, buscaba uno la manera de desembarazarse de él.

Por esa época es cuando empecé a saber algo más sobre su familia. Él era hijo único, sus padres le tuvieron cuando eran algo mayores, sobre todo para aquella época, por lo que en esos momentos tenían una edad avanzada, pasando de la jubilación ya de largo. Su padre era alcohólico y su madre había perdido algo la cabeza, y de vez en cuando tenía que salir a buscarla por las calles porque se había ido y no volvía. En urgencias del hospital ya la conocían por su nombre puesto que se presentaba allí cada dos por tres, diciendo que se encontraba enferma, y entonces le avisaban a él para que fuese a recogerla. Fue saber de esta situación lo que me hizo entender un poco esta caída una tras otra en diferentes en obsesiones y hábitos que bien podrían ser debidos a trastornos de la personalidad producidos por una situación familiar estresante y dura. Incluso el hábito de fumar adquirido tras dejar el gimnasio, lo cogió con gran entusiasmo pasando de no ser fumador, a en poco tiempo consumir casi dos paquetes diarios.

Además, el trabajo tampoco le iba bien y se empezaban a complicar las cosas, ya había pasado la edad dorada del sector en el que trabajaba, ganando hasta esos años un muy bien sueldo. La irrupción cada vez más de nuevas tecnologías, ya había empujado fuera del sector a alguno de mis amigos que trabajaban en el mismo sector, pero él algo más cualificado sobrevivía a estos recortes de personal en las empresas, pero no se libraba del recorte de sueldo y con la amenaza del despido constante, que poco después se precipitó, cerrando su jefe la empresa y dando suspensión de pagos, por lo que no obtendría indemnización hasta que un año después obtuviese una pequeña compensación de unos tres millones de pesetas por resolución judicial, muy lejos de lo que le correspondía por sus años en aquel empleo. No estuvo demasiado tiempo en paro, enseguida ese mismo jefe que había cerrado la empresa le contacto para trabajar en una nueva empresa creada por él, pero esta vez le ofertaba el trabajo a cambio de trabajar sin contrato.

Ya por entonces el coqueteo inicial con la cocaína había ido tomando mayor protagonismo, a la vez que drásticamente y sorpresivamente había vuelto a las cervezas sin alcohol y dejar de beber con fruición, salvo algunas noches que tomaba algunas copas, ya no era ese estado de embriaguez constante antes de llegar la oscuridad y que saliésemos a tomar algo por los locales del barrio. Había vuelto a hacerlo, a salir él solo de una adicción, esta vez del alcoholismo que se había hecho más que patente para todos durante muchos meses, pero a cambio estaba entrando en un terreno peligroso de papelinas y menudeo, de visitas a bares y casas donde se traficaba.

Yo era testigo de cómo bajaba al infierno, incluso le acompañé durante algunos escalones, testigo de cada una de las adicciones y como reflotaba sin ninguna explicación al igual que había caído en ella. Era llamativo como podía hacerlo y parecer que quedaba inmune y sin ninguna secuela. Ahora había pasado de “pillar” los fines de semana entre todos y no todas las semana, a no salir ninguna noche de copas sin medio gramo en el bolsillo, que enseguida paso a ser un gramo, y de ahí a tener unas rayas a mano a diario, todo esto se desbocó durante el verano. Lo supe después, a la vuelta de mis vacaciones y de mi ausencia del barrio de casi tres meses y de no salir con la gente de allí por diversas razones.

A principios de ese año, había metido a su padre en una residencia, al que visitaba los fines de semana, y él se había quedado en su casa con la madre que no quería ser encerrada. Lo hizo, puesto que ya no aguantaba la situación en el hogar con los dos, uno borracho, otra loca. El padre accedió de buen grado el trasladarse a la residencia pero la madre se negó armándole una buena bronca y no hubo más remedio que continuar con ella en la casa, minándole la moral y dejándole los nervios de punta constantemente. Quería a la madre, pero sentía un fuerte deseo de que todo acabase, que desapareciese el problema, que ella muriese sería una liberación. No sé si sería esta la causa, ese peso encima de sus hombros de la madre y el padre y su soledad para enfrentarse a ello, lo que le hizo caer en el polvo blanco en barrena.

Cuando volví a verle tras ese verano, es cuando me enteré del desboque de la situación con la cocaína, en tres meses se había pulido los tres millones de pesetas de la indemnización y otro más de lo que tenía ahorrado. Alucinado se queda uno al ser consciente del ritmo de consumo de la droga para dilapidar tanto dinero en tan poco tiempo. Debía haber sido bestial, a todas luces, evidente por el aspecto físico que tenía, bastante más delgado y demacrado y un constante sorber las narices como cuando uno está acatarrado o alérgico o tiene algún problema nasal que no le permite una respiración correcta. Cuando hablabas con él no pasaban ni breves segundos sin ese sorber rápido como si alguna mucosidad estuviese a punto de escaparse por sus fosas nasales. Fosas que a veces por descuido tras el regreso del baño, venían tiznadas de blanco y había que hacerle algún gesto para que eliminase aquella prueba de polvo estimulante. Las visitas al servicio eran constantes y muy seguidas, evidenciando que cada vez necesitaba más y más sustancia para encontrarse a gusto y pletórico y locuaz.

Yo me fui alejando, poco a poco, mis relaciones con los del barrio fueron enfriándose conforme aumentaban mis relaciones en otros lugares, conforme buscaba mi propia tabla de salvación. Al igual que había llegado a tratarlo, fui desprendiéndome de su compañía y de la de mi compadre, cada uno de nosotros buscaba su manera de seguir la vida sin que esta nos fracturase el futuro antes de tiempo,  nosotros dos habíamos encontrado pareja, alguien con quien compartir pero él no, el seguía en el camino en soledad.

Nunca había estado en un lugar como aquel, siempre que había pasado por delante de la puerta miraba con cierta duda lo que podría acontecer allí,  cómo sería por dentro, pero casi con la certeza de que nunca lo vería ni lo sabría por mí mismo, qué equivocado estaba. Fui allí un tanto azorado y nervioso, acompañado de mi pareja, en el horario que mi compadre me había dicho que podría acceder. Pensé que era más difícil conseguir entrar a un lugar como ese pero no lo fue, sin casi trámites tuvimos el paso franco a la visita, cierto que tampoco vi demasiado del lugar, solo algunos pasillos de la segunda planta y una sala como de espera o de reunión que me dio la sensación de incómoda y deprimente. Al vernos, él se sorprendió. Había pasado una semana, y apenas tiempo desde la muerte de la madre.

No recuerdo muy bien quién me dio la noticia, si alguno de mis hermanos o mi compadre con el que yo más compartía con él. De éste sí que recuerdo informarme del horario de visita, cuando le preguntaba el cómo y el porqué. La noticia fue como un bofetón, no lo podía creer, se había pretendido suicidar intentando clavarse un cuchillo en el pecho.

Se elucubra mucho sobre los suicidas, sobre si realmente se quieren quitar la vida o solo pretenden llamara la atención, o si se produce un desequilibrio momentáneo que en un punto se revierte y se toma conciencia de lo que está realizando y no lo lleva a término o quizás a veces lo demora para que alguien lo libere y rescate de eso que está intentando finalizar.

-No es fácil suicidarse-, me dijo; -Pensé que sería sencillo clavarse el cuchillo pero estaba muy duro, no penetró-. Lo había intentado en medio del pecho y el cuchillo chocó con el esternón y eso impidió que entrase profundamente. La herida quedó en algo superficial, no con la hondura necesaria. Nos quiso enseñar la herida pero yo le negué la posibilidad, él quería destaparla y mostrar aquella marca de su envite a la vida, pero preferimos quitarle la idea, no era agradable la situación y menos allí, en un bar tomando un café, en frente del hospital. Hablaba lento, se movía lento, sin duda el efecto de los tranquilizantes que le suministraban daban ese resultado. Él parecía asumir con más normalidad que nosotros lo sucedido, nuestro pudor evitaba las preguntas morbosas de cómo fue la secuencia, de si llevaba mucho tiempo pensándolo o fue un arrebato, de como hizo para clavárselo, si se apuñaló directamente o si lo apoyó en algún lugar y luego empujo su cuerpo, su tórax contra el metal, contra la punta del cuchillo, ni preguntamos si era un cuchillo grande o pequeño y por este motivo no consiguió su cometido. Tampoco preguntamos cuáles eran los motivos para llevarle a ese extremo, a esa solución final, a esa determinación de acabar con todo, ahora que ya no tenía las trabas y la carga de la madre. Nada de ello preguntamos, quizás en el fondo no queríamos saberlo, quizás ni siquiera quisiéramos estar allí. No estábamos a gusto. Estábamos violentos, intentando acompañarle en su dolor pero sin inmiscuirnos en él, queríamos ayudarle pero ser asépticos y no salir manchados de aquello.

Con el tiempo me he preguntado si fui para que se sintiese bien y arropado y querido o para sentirme yo bien, para que mi conciencia quedase en paz y tranquila, diciéndome a mí mismo no le he abandonado, sé que no tiene a casi nadie y yo he ido, he estado con él, animándole, diciéndole saldrás de esta, el camino elegido no ha sido el correcto, pero que sepas que hay gente que te aprecia y que está junto a ti para lo que necesites, para seguir viviendo, no te abandones que nosotros no te abandonamos.

Si ya me había llamado la atención la facilidad para acceder, me dejó más perplejo la facilidad de los enfermos para salir de allí. Al fondo del pasillo le encontramos en aquella sala en la que él estaba viendo la televisión y sin esperanza de una visita, al menos una visita anunciada o ya sabida de antemano de algún familiar o amigo. Nos divisó a través de la cristalera, y su cara denotó un leve asombro, y una sonrisa algo bobalicona. Se levantó y vino a nuestro encuentro, nos abrazamos y cruzamos palabras de saludo e interés de cómo se encontraba. Le dijimos de sentarnos allí en la sala, pero él enseguida dijo que no, que mejor salíamos a dar un paseo. Esto nos dejó descolocados, -pasear, ¿a dónde?- nos preguntamos sin preguntar, quizás interrogándole con la mirada. Nos pidió un minuto para irse a la habitación a por tabaco, y enseguida volvió para dirigirnos y guiarnos el camino tras sus pasos deshaciendo los que habíamos realizado nosotros y yendo en dirección a la calle. En el mostrador de información nadie nos evitó la salida y el guardia de seguridad tampoco nos exigió ningún documento para franquear la puerta, cierto que él vestía de calle, con lo que podría pasar por visita en vez de enfermo. No entendíamos que de un Psiquiátrico se entrase y saliese con esa facilidad. Uno siempre piensa que los que están allí ingresados lo están por que no son dueños de sus actos y podría dañarse o dañar a los demás. Le preguntamos sobre este régimen de salidas libres, y nos contó que el pabellón en donde estaba él eran gente con diagnostico leve y podían salir con la visita a la calle hasta las ocho de la noche, y que los graves estaban en otra parte del edificio con la imposibilidad de salir.

Esto nos dejó más tranquilos sobre su estado mental, significaba que los médicos no le veían demasiado desequilibrado como para tenerlo encerrado. Tras un paseo por el bulevar que era aquella calle, decidimos tomar un café en un bar para estar sentados y hablar tranquilamente. La conversación transitó por lugares comunes, sin entrar a fondo en el problema que había degenerado aquella situación, aquel estar en un bar frente a un hospital con pabellones para enfermos mentales o de conducta o de cualquier otro nombre que le queramos dar para evitar la palabra que da tanto miedo. Todo transcurrió muy pulcro en nuestro hablar y comentar, más que por nuestras preguntas, supimos por su decir lento pero constante, que no sabía muy bien porqué lo hizo, que quizás todo lo vivido en los últimos tiempos en su vida y con sus padres le llevaron a hacer esa “gilipollez”, que hubo algo en su cabeza que le decía que lo mejor era acabar con todo, pero que tras esa semana en el hospital ya se sentía mejor y que creía que saldría en cuatro o cinco días. La hora de visita se estaba acabando, ya eran casi las ocho cuando le acompañamos hasta la puerta del sanatorio y nos despedimos hasta la semana siguiente, pero no hubo semana siguiente ni otra posterior, pasaron esas semanas y no regresamos, la excusa era buena; por exceso de trabajo no tuvimos tiempo de ir. Y después ya le dieron el alta. No habían pasado solo cuatro o cinco días más como él nos pronosticaba. Había pasado un mes más en el hospital.

Lo que aconteció después lo tengo más vago en mi cabeza, yo ya no paraba casi por el barrio. La relación con mi pareja y con amigos de otros lugares, fueron dando por finiquitada aquella fase de mi vida, y mi transitar por el barrio se hizo cada vez más esporádico hasta desaparecer al cambiarme de domicilio. Sé que le ayudaron a adecentar su casa, estaba hecha una pocilga, y hubo gente que le apoyó mucho en esos días, pero poco más sé, salvo que incluso estos que le ayudaron se fueron apartando poco a poco de él o él mismo los apartó.

Las pocas veces que le vi después de su salida del hospital, estaba hinchado por la medicación y seguía con esa lentitud en todo su ser que conlleva estar semi-sedado todo el tiempo, su discurrir en el pensamiento se resentía y parecía que sus reflejos mentales estaban atrofiados, ahora sí que lo veía como un enfermo mental, más, mucho más que el enfermo que me encontré en aquel hospital cuando salimos a tomar el aire y pasear por ese bulevar una tarde de otoño. A veces, si le veía de lejos, evitaba pasar por donde estaba, su conversación se me hacía pesada y latosa.

De vez en cuando, si pasaba por el barrio a visitar a mis padres preguntaba por él, pero ciertamente sin demasiado ímpetu e interés real por saber a fondo. Quizás sólo empujado por la curiosidad de saber si esta vez también saldría del infierno como otras tantas veces lo bordeo, y cómo no, creía que con algo de afecto por los años de noches de alterne compartidas. Las noticias eran siempre las mismas seguía de baja médica. No sé cuánto tiempo pasó con certeza desde el incidente del intento de suicidio y la visita al hospital, los encuentros posteriores a su salida y los no encuentros, por ser evitados, y ese momento en el que pregunté a mi hermano si sabía algo de él, y que como un jarro de agua fría me cayó cuando me dijo; “Pero tío, si murió hace tres meses, pensé que lo sabías”. Mudo me quedé, noté mi cara palidecer, no lo podía creer, no me había enterado del devenir final, nada me hacía presagiar este desenlace. Pregunté si se suicidó, pero me dijo que no. A que era debida la muerte no me supo decir, me dijo que una versión era que fue un fallo hepático, que aún con los medicamentos seguía bebiendo alcohol y eso le pudo producir la muerte. Otra vez pudoroso no pregunté, no quise interrogar a unos y otros qué le hizo morir, me aparté del morbo de saber quién le encontró, y como le encontró. Procuré no indagar más, pensar en ello era pensar que yo en más de tres meses no me preocupé por saber de su estado, era darme cuenta de que en el fondo me daba un poco igual su futuro, su existir cuando aún estaba. Era ser consciente de que mi afecto hacía él nunca fue muy fuerte, y eso cuando te lo encuentras de frente sin paños calientes, no es grato verlo y reconocerlo. Ya no tenía que evitarle, ya no estaría más.

.

.

  .     *Peseta: Fue la unidad monetaria en España desde su aprobación el 19 de octubre de 1868 hasta el 1 de enero de 1999, cuando se introdujo el euro. (1 euro = 166,386 pesetas)

.     **En esta historia uno no sabe si fue la “puta cocaína”, como nos canta Supersubmarina, y pasar de ciento a cero lo que llevó hasta ese final de locura y demencia o fue sólo un estadio más en el recorrer y avanzar de un desvarío mental que acompañó toda su vida al protagonista.

«Ciento cero«

Electroviral supersubmarina

.     *** NA: Publicado originalmente el 14 de Noviembre de 2014. Hoy recibe una segunda oportunidad.

Vivir la vida muriendo

24 miércoles Jun 2020

Posted by albertodieguez in Música, Poesía

≈ 26 comentarios

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desazón, El mar no cesa, Héroe de leyenda, Héroes del Silencio, Música, Muerte, rutina

Antes lo mataba la rutina,

y ahora,

ahora lo mata salirse de la rutina;

siente que se ha pasado y se pasa la vida muriendo,

en eterna agónica desazón.

.

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.     * Nunca a gusto con su situación, quizás todo sea un eterno castigo como canta Héroes del Silencio.

.     **Recuerdo perfectamente cuando escuché por primera vez esta canción una tarde allá por el 88, en el programa de TVE «Tal cual» presentado por Manuel Hidalgo…

«Héroe de leyenda«

Héroes del Silencio - el mar no cesa

.     ***NA: Publicado originalmente el 10 de Septiembre de 2015. Hoy recibe una segunda oportunidad.

 

Duda hacia la vejez

10 viernes Abr 2020

Posted by albertodieguez in Música, Poesía, Reflexiones

≈ 21 comentarios

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Bienaventurados, Desaparecer, duda, Llegar a viejo, Manolo García, Música, Muerte, Nunca el tiempo es perdido, Rosa de Alejandría, Serrat, vejez, viejo

No sé si quiero llegar a viejo,

no sé si quiero.

No sé si quiero llegar a viejo,

no sé, ¿sí quiero?

No sé si quiero llegar a viejo,

no sé, sí quiero.

No sé si quiero llegar a viejo,

No sé si no quiero.

No sé si quiero llegar a viejo,

No sé, no quiero.

¿Sé que no quiero llegar a viejo?

no sé si no quiero.

Solo sé, que enfermo viejo,

no quiero.

 

 

 

.     *Ante esta duda, para cada día obtengo una respuesta, y muchas veces ni siquiera hallo respuesta si no más duda. Como dice la canción de Manolo García, “Alejarme quiero de esta vida que yo vivo sin convencimiento”, y añado, alejarme quiero, cuando la duda sea la que guíe mi vida.

.     Nota: Hoy dejo dos canciones, una directa, la de Serrat, acorde con el tema, y otra en la que yo leí entre líneas, y creí ver algo de mi texto de manera más simbólica y críptica.

«Rosa de Alejandría«

manolo_garcia-nunca_el_tiempo_es_perdido-front

 

 

 

 

 

 

 

 

«Llegar a viejo«

 

 

 

 

 

 

 

 

.     ** Publicado originalmente 30 de Enero de 2013. Hoy recibe una segunda oportunidad.

Una vez me moría

09 jueves Abr 2020

Posted by albertodieguez in Música, Relato

≈ 12 comentarios

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ambulancia, bienestar, calmante, camilla, dolor, enfermeros, hospital, La cuenta atras, La otra orilla, Los Enemigos, mareo, Música, morir, Muerte, relajación, sangre, tranquilidad, vida

Una vez me moría, y no vi ninguna luz ni ningún túnel, solo veía gente a mí alrededor, hacendosa, y nerviosa, trajinando en torno mío. Tumbado en la camilla con el brazo extendido y el enfermero intentando cogerme una vía, que no acertaba a tomar, supongo por su tensión y mis convulsiones que no le ayudaban mucho, pero aunque parece ser que le puse perdido de sangre, saltando un chorro de mi vena a su bata, yo no sentía dolor alguno, solo una sensación de tranquilidad y relajación, todo fluía a mi alrededor con veloz movimiento pero que a mí me parecía pasar con lentitud. Ir y venir, angustia en sus caras, yo sin fuerzas pero sin sentirme mal, sólo como flotando, cada vez con menos tensión arterial. Oigo decir:” Tiene dos; rápido, adrenalina!”. Me preguntan como estoy, y yo digo “bien”, con la boca un poco seca, ya no siento el mareo como cuando estaba de pie, ahora en la camilla estoy a gusto. Hablan de una ambulancia, con urgencia quieren mi traslado a un hospital. Me siento algo confuso, si esto es la muerte tampoco está tan mal, te diluyes en nada. No siento miedo, quizás un poco de frío, siento las manos frías. No pasa mi vida por delante de mi cabeza como dicen que sucede, no pasa nada, ¿será que no me estoy muriendo? Me ponen una máscara de oxígeno, no entiendo muy bien para qué, no siento ahogamiento, ni fatiga, ni falta de aire, solo bien estar. Me recuerda esta sensación a aquella otra vez que operado de una rodilla, cuando los efectos de la anestesia se fueron retirando de mi cuerpo, dejando paso a un leve dolor concentrado en la rodilla, que fue subiendo en intensidad hasta llegar a ser unos dolores horribles los que me martirizaban. La analgesia que me administraban en un inicio parecía solventar y disminuir aquel padecimiento, pero conforme avanzaba la tarde se convirtió cada vez más insoportable e insufrible, y lo que antes me evitaba sufrimiento durante varias horas ya no lo conseguía, y a los pocos minutos, ya su efecto sedante quedaba en nada, hasta que a altas horas de la madrugada cerca del amanecer, y viéndome algo desesperado deciden ponerme un potente calmante que me hace volar, y elimina de mí todo dolor y plasma en mi cara una sensación de relajación y bienestar jamás experimentado.  Y pienso y me veo como los drogadictos que he visto muchas veces en mi niñez y adolescencia, con los ojos medio cerrados y un rostro de viaje alucinado, y sonrisa bobalicona. Así me encuentro yo, al fin descansando después de toda la noche sin dormir, por fin, sin el tormento en la rodilla. Y así me siento esta vez de nuevo pero sin ser debido a paliativos para dolores, solo el cuerpo dejándose ir. Y no veo los años transcurridos de vida como película o fotografías, ni me vienen a la cabeza seres queridos o no tan queridos, ni situaciones ni recuerdos dichosos ni mucho menos los desagradables, no hay nada, tampoco siento que sea el fin, si esto es morir no está tan mal. No tuve miedo, quizás no era consciente que me moría, que cesaba de vivir, que ya no existiría, que todo acababa, que mañana no estaría aquí, sólo por un instante al ver a mi mujer algo difusa al fondo de la sala, al otro lado del biombo que me impedía ver toda la estancia, pensé que estaría nerviosa, que estaría angustiada, pero fue muy breve ese pensamiento, enseguida mi mente dejó de nuevo de pensar, solo veía y observaba sin otro entendimiento, pero no existía luz cegadora ni nada de la retorica oída, de aquellos que dicen que en este trance estuvieron. No hubo dolor, y eso me gustó, llegado ese momento lo que quiero es no sufrir, no tener suplicio ni padecimiento, irme tranquilo como en aquel ambulatorio donde perdía la vida y casi ni me importaba.

Cuando muera o me sienta morir de nuevo, quiero que sea como aquella primera vez que me moría y no lo sabía.

 

 

 

.     *Miré la otra orilla y lo que allí había ni siquiera lo vislumbraba, solo sentía que navegaba hacia ella lentamente sin pensar en nada… Los Enemigos nos cantan sobre aquella orilla.

«La otra orilla«

Los enemigos - la cuenta atras

.     ** Publicado originalmente 4 de Marzo de 2013. Hoy recibe una segunda oportunidad.

 

Otra idea de felicidad

25 lunes Nov 2019

Posted by albertodieguez in Música, Poesía, Relato

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Bebe, cuchillo, Felicidad, Infelicidad, Lo echamos a suertes, Malo, Música, miedo, Muerte, Odio, oportunidad, Pafuera telarañas, pareja, suerte, Violencia, Violencia de género

Dormir separada de su hombre,

no era su idea de felicidad.

Dormir con un cuchillo bajo la almohada,

no era su idea de felicidad.

 

Poner cerrojo en la puerta de su alcoba,

no era su idea de felicidad.

Los gritos a su regreso,

no era su idea de felicidad.

 

Que le llamen puta,

no era su idea de felicidad.

El olor a alcohol a su vuelta,

no era su idea de felicidad.

 

Las amenazas de quitarle la vida,

no era su idea de felicidad.

El maltrato psicológico,

no era su idea de felicidad.

 

Evitar encontrarse en el hogar con su marido,

no era  su idea de felicidad.

Vivir con miedo,

no era su idea de felicidad.

 

Ser su esclava y sirvienta,

no era su idea de felicidad.

Sentirse culpable,

no era su idea de felicidad.

 

Odiar,

no era su idea de felicidad.

Desear la muerte de alguien,

no era su idea de felicidad.

 

Convivir con el padre de sus cuatro hijos,

se convirtió en su idea de infelicidad.

 

Su muerte supuso liberación.

Su muerte le devolvió la felicidad.

 

La suerte le dio otra oportunidad.

 

 

 

.     *Quizás ella debía haberse vuelto como el fuego y haber sacado el valor para quemar sus puños de acero como dice la canción de Bebe, y no esperar y tentar con su pasividad a que la vida le diese una nueva oportunidad, que por suerte tuvo.

«Malo«

Bebe Pa fuera telarañas

.     ** Publicado originalmente 5 de Diciembre de 2012. Hoy recibe una segunda oportunidad.

Rituales congelados

28 lunes Oct 2019

Posted by albertodieguez in Música, Relato

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Ajuste de cuentas, Alcoba, amor, De haberlo sabido, dolor, endomingarse, Estrenar, Música, Muerte, Quique González, Rebeca Jiménez, Recuerdo, Rituales, ropa

Ella le observaba desde la cama, le gustaba mirarle cuando se vestía, seguir sus movimientos por la alcoba, con todos sus rituales, repetidos una y otra vez. Sacando la ropa del armario; el pantalón, la camisa o el polo, o camiseta si pensaba ir más sport, eligiendo el cinturón y el calzado más apropiado con el fin de coordinarlo con el resto del atuendo según los tonos escogidos. Casi cada día cambiaba de zapatos, siempre acorde con los colores y el estilo del resto del vestuario. Después, de la cómoda elegía la ropa interior y los calcetines, estos también con el ánimo de que no desentonasen entre pantalón y zapatos o zapatillas en algunos casos. Colocaba sobre los pies de la cama todas las prendas y seguidamente comenzaba a vestirse. Ella disfrutaba con ese trajinar repetitivo cada mañana, verle desenvolverse en silencio, concentrado en esa labor le divertía, y no podía dejar de sonreír cuando él, plantado delante del armario movía las perchas de un lado a otro despacio para no hacer demasiado ruido, y se demoraba en la elección, en esos casos ella ya sabía que estaba bloqueado y que dudaba que ponerse, esto le pasaba de vez en cuando, cuando tenía en mente varias opciones y no se decidía por una o por otra. A veces se quedaba dormida otras veía todo el proceso de engalanamiento hasta el final, entonces le decía lo guapo que estaba, lo elegante que se había puesto. Él, contestaba que no era para tanto, que iba normal. Pero ella insistía y le preguntaba si tenía alguna reunión o comida especial. Y él siempre le decía: – Con el tiempo me di cuenta que no hay que esperar al domingo para endomingarse o estrenar, quizás surja algo… no, no pienses mal, quiero decir que surja lo más temido y ya nunca haya domingos, y el traje se quede sin estrenar… -.

Hoy, ella mira toda su ropa, toda estrenada, toda bien aprovechada, nada olvidado como fondo de armario, nunca quiso tener cosas que no se fuese a poner o que tuviesen que esperar a una ocasión especial para hacerlo, decía que si llegaba esa ocasión ya se lo compraría o vería cómo se las apañaría con lo que ya tuviese. Cierto que en alguna ocasión tuvo que salir el mismo día con premura en busca de una camisa que ponerse, la que tenía pensado utilizar ya no estaba para fiestas elegantes, de tanto uso. Ya no habrá más estrenos, como ya no habrá más rituales de paseos por la alcoba, de un lado a otro entrando y saliendo del baño y esa parada frente al armario dándole la espalda, esa espalda que se ha quedado eterna, congelada en su retina.

 

 

 

.     *Nuestra protagonista se queda pensando en la jugada del destino, y que peor que el olvido fue volverlo a ver … como nos dice la canción.

.     **NA: Como siempre, cada uno de mis textos lo envuelvo con una canción que complete y cierre el círculo de lo que quiero contar, hoy vale la pena publicar este relato breve sólo por escuchar la canción de Quique González con Rebeca Jiménez, que engarzo con el texto… imaginando a esa mujer pensado que el destino le jugó una mala pasada y quizás de haberlo sabido… todo hubiese sido diferente o incluso, quizás no hubiese sido, para evitarse este dolor.

.     ***NA: A Josep, que de un comentario que hice en una entrada de su blog, me surgió la necesidad de abrigar esas palabras con una historia.

«De haberlo sabido«

quique-gonzalez-ajuste-de-cuentas.     ** Publicado originalmente 27 de Mayo de 2014. Hoy recibe una segunda oportunidad.

Final de la rutina

26 sábado Oct 2019

Posted by albertodieguez in Música, Relato

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Accidente, despertar, ducha, En Transito, erección, Hoy puede ser un gran día, Música, Muerte, rutina, Serrat, vecinos

Ella le despierta como casi siempre con una llamada desde la ducha, hasta ese momento, el sueño placentero lo mece. Sale del letargo camino del baño como un zombi, casi con los ojos cerrados. Una leve sonrisa en ella lo recibe como primera visión, una bella visión, la sonrisa y el cuerpo desnudo. Ella le dice; -¡¡Hala!!-. Él va con una fuerte erección matinal. Le cede el paso para que sea él el que entre en la ducha a la vez que ella sale diciéndole; -Ten cuidado, no te caigas mareado-, y suelta una pequeña carcajada. Él sonríe, y le dice que no es para tanto.

Sin la ducha no se puede poner en marcha. Tras aquel amanecer como otro cualquiera, llega el desayuno y demás rutinas matinales. Casi de manera mecánica, todo sucede prácticamente igual día tras día antes de emprender el camino al trabajo, preciado trabajo en estos tiempos. A veces piensa que esa rutina lo asfixia; la pareja, el trabajo, los amigos, todo igual, ayer, hoy y mañana. Oye llorar al niño de los vecinos. Se dice: Llora demasiado ese chaval, los padres deben estar cansados y desquiciados de tanto grito y llanto, se le oye en todo momento, en la noche y al amanecer, en la siesta y al atardecer, y cuando la noche se aproxima también. Se apiada de los padres aunque no le caen bien, no son muy educados en el trato, incluso diría que son mal educados, no saludando por la calle como extraños y no vecinos que se conocen, otras veces evitan el contacto visual para no estar forzados al saludo, haciéndose los despistados mirando para otro lado. Siempre con caras serias, siempre como infelices, con lo que uno puede pensar que es el agotamiento lo que les ha hecho tener ese carácter huidizo para lo afable y amistoso con los vecinos, pero ya lo eran antes del hijo, con lo que el agotamiento no es el motivo de su conducta.

La rutina, es su devenir diario. Tras el desayuno y lavado de boca, breve paso por el baño. Despedirse de ella. Coger el bolso y la chaqueta, salir de casa, pulsar el botón del ascensor, bajar al garaje, montarse en el coche, ponerlo en marcha, abrir la puerta del garaje, subir la rampa y salir a la calle, encender la radio, -nunca antes de salir del garaje-, y durante el trayecto, escuchar las noticias o la tertulia matinal o música indistintamente, pasando de una emisora a otra, pero no dejando de ser rutinario todo, desde el despertar hasta la llegada al trabajo que es más rutina, más aburrimiento, y tras la jornada laboral el regreso al hogar. Pero hoy la rutina ya no es tal, hoy ha cambiado algo. Hoy, ahora, se da cuenta de que eso que tanto detestaba, ese pasar un día y otro y otro casi de la misma manera, sin cambios sin sobresaltos, no es otra cosa que la vida. Vivir, la vida, es eso, lo que pasa mientras no pasa nada. Pero hoy si ha pasado. La primera sensación ha sido de fastidio, en el fondo aunque le hastía la rutina, cuando algo se sale de lo pensado y previsto lo altera, lo primero que pensó es que llegaría tarde a trabajar y le ha trastornado, no le gusta llegar tarde, siempre lo hace antes de que entre el resto de empleados, y sobre todo lo hace, porque le gusta tener organizado el trabajo que luego debe distribuir, hoy pensó que no le daría tiempo. Luego pasados unos minutos ya no le ha dado importancia, es más, no ha dado importancia a nada, ni siquiera a tantas cosas a las que siempre se las había dado. Todo ha sido muy rápido. Zarandeado y agitado violentamente durante un breve momento, hasta quedar quieto, todo muy quieto, y rodeado de nylon blanco. Ha intentado fijar la vista pero le costaba enfocar. De pronto se ha sentido muy cansado, con mucho sueño, ha querido pensar pero no ha podido, estaba con una rara sensación de placidez, como drogado, se ha sentido relajado, muy relajado. Advertía caras. Caras muy próximas a las suya, las veía como en una nebulosa. Caras que no conocía, y que quizás a él sí le conocían puesto que le hablaban, o eso creía, al menos movían sus labios, pero pronto dejó de verlas. Llegó el final de la rutina, el final de todo.

 

 

 

.     *Nunca sabemos cuándo y cuánto de abrupto será el final de la rutina, por lo que lo ideal es evitar sentirse aplastado por ella y seguir los consejos de la canción de Serrat para cada uno de los días que vivimos.

«Hoy puede ser un gran día«

Serrat-En_Transito-Frontal

.     ** Publicado originalmente 19 de Mayo de 2014. Hoy recibe una segunda oportunidad.

 

Deseo suicida (2ª parte)

25 miércoles Sep 2019

Posted by albertodieguez in Música, Relato

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conversación, Ejercito, Guardia, La puerta de al lado, Los Rodríguez, Música, Mili, morir, Muerte, Palabras mas palabras menos, Recuerdo, suicidio

Gira su cabeza, y mira de nuevo por la ventana, parece que mira en lontananza, como si el edificio que se nos aparece frente a nuestro ventanal, próximo, muy próximo en esta calle estrecha y peatonal del barrio viejo, no estuviese y pudiese mirar a lo lejos. Cómo hace un rato yo me sentí transparente ante su mirada, esta vez intuyo que ese viejo edificio no está allí para él, esta vez es el edificio el que ha desaparecido de su vista. Él allí ve, quizás cerca o quizás alejado, ese mar en el que acaba de contar que se sumerge y que no es un mar, ya es su mar. El silencio nos envuelve. No digo nada, no dice nada. Yo acompaño su mirada y veo también ese edificio, que me evoca otro edificio, un edificio transitado en mi juventud. Traspaso sus paredes y lo que me encuentro no es el interior de este si no de aquel rememorado. De pronto ya no estoy en este lugar, sino en otro, horas antes de llegar a este edificio que tengo en frente pero que es otro. Veo el patio empedrado, patio amplio como corresponde a esos lugares, rodeado por los diferentes edificios de oficinas y dormitorios. Es un día señalado.

Aquel día, en mitad del patio, todo sucede como siempre que debemos desplazarnos fuera de nuestro emplazamiento; se forma, se pasa lista, hay lectura de efemérides y seguidamente se sube a los camiones. Son dos vehículos en los que nos trasladamos todo el grupo en dirección al Cuartel General para hacer el cambio de guardia, y estar allí durante veinticuatro horas hasta el relevo siguiente. Salvo los suboficiales que van en cabina, el resto de la soldadesca, van sentados en la parte posterior. Hace frío, está despuntando el día, ya no hay oscuridad, pero aún el sol tímidamente alumbra y calienta poco. Los camiones arrancan, pero todavía no se mueven. Nos apretamos unos junto a otros según hemos ido subiendo, yo de los últimos, hasta completar todos los lugares disponibles. Cierran la trampilla y enseguida se oyen voces desde el final de la caja del camión, desde la parte más cercana a la cabina, conminando con rudeza a que se baje la lona y dé la intimidad necesaria, alejada de la posible vista de los mandos, para los negocios que se van a llevar a cabo. Rápido empieza el trasiego de sustancias y de dinero de unas manos a otras. El hachís y las pastillas anfetaminas, van de las manos de los vendedores a las manos de los compradores, el mercado está muy activo, un tercio de los que allí nos encontramos mercadean raudos, incluso algunos de los que no creía que entrasen en ese juego hacen buen acopio para que las próximas horas se les pase lo mejor y lo antes posible. Todo tiene que hacerse muy deprisa, puede que algún suboficial tenga que subir a la caja por falta de espacio en la cabina, y para ese momento todo tiene que estar en orden y parecer normal. En mayor o menor medida conozco a todos los que están en el asunto, comprando y vendiendo, a unos más por ser de mi compañía, a otros menos por no serlo y solo coincidir en servicios, y a unos pocos únicamente de vista, es la primera vez que voy con ellos de retén. Con algunos de los que no son de mi compañía he coincidido bastante, pareciera que estamos en la misma página del furriel y nos hacen coincidir en las mismas labores; cocina, limpieza, guardias. Sentimos como el camión se pone en marcha, ya cada uno vuelve a su lugar después de las compras, es más seguro sentarse por los vaivenes. Durante el trayecto, empieza la labor de liar los “porros”, es más cómodo tener varios liados que tener que hacerlo en “el cuerpo de guardia”. Incluso alguno se atreve a encender uno yéndose a fumarlo al final del camión, abriendo la lona para que el olor no delate. Hay voces tímidas que piden que lo apague, protestas por el miedo a que el suboficial al mando advierta que se ha fumado “chocolate” en el camión y nos veamos arrestados todos. Pero el que fuma tiene fama de pendenciero y nadie insiste demasiado cuando el tipo hace oídos sordos a las protestas, ni siquiera hace caso a sus amigos que se lo piden.

 

Más tarde, horas más tarde, terminada mi guardia, tumbado en la cama baja de la litera, en aquella habitación mal ventilada y poco iluminada, con ese olor a manta polvorienta y “a cerrado” que lo envuelve todo y hace el ambiente algo pesado e irrespirable, repaso lo sucedido en el camión, -aún hoy, ahora, dentro de ese edificio que no es el edificio que mis ojos ven, lo hago- y si ha tenido algo que ver con lo sucedido después. Pienso qué puede llevar a un individuo a ese acto, cuando horas antes se comportaba con normalidad dentro del camión, como uno más, qué pasaría por su cabeza en su puesto de guardia en esos minutos previos. Sería premeditado o un impulso descontrolado, lo que le llevo a ese fin. También me pregunto, si será que se ha pasado con las “anfetas” y los porros y sufrió un delirio que le llevó a un final fatal. Él era de ese grupo que sin ser de mi compañía coincidía a menudo en los servicios asignados, ya fuese en cocina o de guardia, y aunque era algo raro, no se le veía especialmente depresivo, digo lo de especialmente puesto que aquel lugar sí que invitaba a la depresión y había bastante gente que de una u otra forma lo estaba; por la excesiva juventud o por la lejanía a su hogar, o por la dureza de los ejercicios físicos y del orden cerrado, o el trato de los mandos o con los demás quintos, -no siempre de trato amable, en muchos casos todo lo contrario, amenazante y belicoso-, pero nada delataba que en el caso de él algo así estuviese sucediendo, es más, él no estaba lejos de su casa, puesto que era de esta misma ciudad, todas las tardes aprovechando su pase “Pernocta” volvía con su familia o quizás no, eso no lo sé con certeza. Quién sabe si el problema estaba ahí, en el seno familiar. La noticia fue como una sacudida. Yo me había pasado el día, desde la mañana hasta entrada la tarde, en mi posición a las puertas de las oficinas del JEME. Al llegar al cuerpo de guardia algún compañero me lo dijo: -¿Sabes lo de “M”?-. Y no, no sabía lo de “M”. Aunque no daba crédito, me lo aseguraron con tal insistencia que terminé por creerlo; había sucedido pasadas las cinco de la tarde, cuando fueron a relevarle de su puesto en el acuartelamiento, se lo encontraron tirado en el suelo con un disparo en la “barriga”, realizado por el mismo con su “subfusil ametrallador” y que cuando se lo llevaron en la ambulancia ya iba muerto. Como  la noticia de su muerte no estaba confirmada, yo quería pensar que había sido un accidente o que aun intencionadamente sólo habría quedado herido, una herida superficial, no excesivamente grave. No pensaba que alguien tuviese el valor de quitarse de en medio tan joven, -yo al menos no lo tenía-, sí que pensé que podría haber intentado herirse para salir antes libre del “Servicio Militar”, diagnosticado con problemas psiquiátricos, ya algún caso de ese tipo había llegado a mis oídos. Ante mi pregunta de si nadie oyó el disparo, ninguno de los preguntados me supo responder. Parecía que la gente no quería hablar demasiado de lo sucedido, probablemente incluso por orden de los mandos. Era un tema tabú o como de mal fario. Pronto cayó la noche, y tras una frugal cena, me fui a dormir, algo que creí me sería difícil, pero no lo fue tanto. Aunque antes de poder conciliar el sueño me vinieron a la cabeza los últimos momentos que le vi en el camión, su ir y venir “trapicheando”, y vi con nitidez su palidez, era muy pálido, y delgado, bastante delgado, y pensé que en la muerte, esa palidez y delgadez suya harían que ya desde un inicio pareciese antes cadáver que otros cadáveres. Esas ojeras marcadas también se me mostraron claras, esas que delataban su consumo, aun para cualquiera que no supiese de éste. Con esa imagen de fondo aparecieron las preguntas, y las sombras que hay detrás de las preguntas que no tienen respuesta. Y me cuestionaba si sería finalmente alguna vez capaz de ese acto. Yo que no hacía mucho, en la nocturnidad y el frío invernal, con la vergüenza y el miedo de no tener un horizonte claro, ni siquiera un camino elegido, pasó por mi mente la posibilidad de acabar con todo allí en una garita alejada, por el mero desfallecimiento de vivir, por la falta de ganas de seguir antes de iniciar ningún camino, y no tuve el aplomo de hacerlo en esa deprimente y triste noche, en la que las lágrimas cayeron sobre la braga que cubría todo mi rostro salvo los ojos, convenciéndome de que eran producto del gélido invierno. Y me dormí, la muerte cercana no me quitó el sueño, contrariamente a lo que siempre pensé. Dormí bien, y de ese sueño voy despertando y como de una nebulosa voy saliendo de ese edificio que no es aquel edificio y desando mis pasos dados antes hacia esa fachada, y vuelvo a mi café, y busco su rostro; no sé cuánto tiempo llevamos así callados mirando sin ver afuera, viendo otra realidad más allá de la mirada. Él aún sigue en otro lugar. Tenía escondido o puede que dormido desde aquella noche ese suicida pensamiento. Quizás por ello este día ni siquiera al inicio de la conversación caí en ello, quizás no he querido volver a pensar nunca en ese deseo de cese que él me ha vuelto a poner hoy junto al café, para no saberme incapaz de ese acto. Veo su perfil, bien marcado con los surcos del tiempo, sus ojos cada vez más pequeños, e intento mentalmente unirme a su causa. Aunque me aclaró que no me pedía nada. Quisiera ayudarle a dar el paso y estar con él en esos últimos momentos deseados, pero creo que no tengo valor tampoco para ello, me faltan las fuerzas para decir esas palabras que quizás a él le gustarían oír; – No te preocupes, yo te acompaño-. Y poner un cartel que diga no molestar. Me siento algo angustiado y confuso. Le quiero, y por ello quisiera tenerlo el máximo de tiempo conmigo pero también quisiera que él no sufriese, que no fuese infeliz en el final de su vida y me da la sensación que si no con un gran trauma sí con el dolor de la apatía ha perdido la felicidad. Bajo la vista. Muevo la taza y tomo un último sorbo de café, no me sabe bien. Miró en su interior y veo posos. Hay momentos en que la vida son esos posos que al removerlos salen a flote y dejan un sabor amargo. Hoy es un día de posos.

 

 

 

.     *Ante la falta de valor esperaré a que el tiempo me venga a buscar… como nos cantan Los Rodriguez.

«La puerta de al lado«

Los Rodriguez - palabras-mas-palabras-menos

 

.     **NA: Publicado originalmente el 4 de Noviembre de 2014). Hoy recibe una segunda oportunidad.

.        ***NA: Si quieres conocer como hemos llegado hasta aquí, te invito a que vayas a leer la primera parte; «Deseo suicida«.

 

Deseo suicida

24 martes Sep 2019

Posted by albertodieguez in Música, Relato

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Alfonsina y el mar, conversación, enfermedad, final, Lágrimas, llanto, mar, Música, Mercedes Sosa, miedo, Muerte, Mujeres Argentinas, puenting, suicidio, vejez

Se puede elucubrar mucho sobre los suicidas, sobre si realmente se quieren quitar la vida o solo pretenden llamar la atención, o si se produce en él un desequilibrio momentáneo que en un punto se revierte y toma conciencia de lo que está realizando y no lo quiere llevar a término, y quizás a veces lo demora para que alguien lo libre y rescate de eso que está intentando finalizar. Pero eso sería pensarles como niños que quieren que se fijen en ellos, y que es una manera de alertar a los otros, de decir con un grito desesperado que necesitan que les hagan caso, que necesitan ayuda.

-No es fácil suicidarse-, me dijo; -Pensé que sería sencillo, pensé que tendría valor-.

Esto me recordó cuando fui a hacer Puenting y piensas que será sencillo, que te dejarás caer con facilidad, pero cuando estás al otro lado de la barandilla, cuando ya todo está listo, el arnés y las cuerdas en su sitio, cuando ya solo depende de tu decisión, de un pequeño impulso hacia el vacío o ni siquiera impulso, un dejarse caer hacia la nada que nos sujete. Es ahí cuando el cuerpo no responde a la mente, o es la misma mente la que piensa una cosa y ordena al cuerpo otra. El caso es que tú dices;  Allá voy. Cuentas, uno, dos y tres, y dices; Ya! Y te das cuenta que no, que no has podido hacerlo, que aun sigues encaramado y bien agarrado a la barandilla metálica, sientes que las manos aprisionan el metal, y que casi te estás haciendo daño, que tu cuerpo hizo el movimiento de separación de la vertical, tus brazos dejaron de estar encogidos y se alargaron estirándose por completo, alejándote de lugar de agarre y sujeción, pero tus manos no hicieron lo que debían hacer acompasando el movimiento de cuerpo y brazos, es decir, dejar de agarrar. Ellas siguen allí haciendo lo que no debían de seguir haciendo, sujetándote para evitar la posible caída. Velando por tu vida. Vuelves a ponerte a salvo verticalmente, y te das cuenta que no has conseguido saltar, y lo vuelves a intentar, esta vez tomas la precaución de abrir las manos antes de iniciar el alejamiento del cuerpo de la barandilla, y ya sí, ya nada te retiene y sin vuelta atrás caes con la subida bestial de adrenalina, y la cara se te desencaja por el miedo que tú nunca dejas de tener, aunque hayas decidido por voluntad propia hacer aquello.

Pienso que el suicidarse o la decisión de suicidarse, debe ser algo así. Decides hacerlo pero nunca dejas de temer el resultado. Quieres hacerlo pero algo en ti te frena. Esos casos son los que la gente luego dice que lo intentó quizás para llamar la atención, que en el fondo no se quería suicidar, pero eso es simplificar demasiado cuando el acto no se lleva a término sin retorno.

-Hay días en los que quisiera morirme-, me dice.

Sentado frente a mí, mirándome a los ojos, pero con la vista perdida, como si no me viese, como si estuviese viendo a través de mí, -igual le soy transparente en ese instante-, pienso. Callo y le observo. Le miro. Su rostro hierático no me deja vislumbrar que pasa por su mente, su cara solo me muestra una persona que parece que no está allí. Sigo en silencio para que continúe, para que me diga más, para que me cuente el motivo de esa reflexión, de ese deseo que me ha dejado helado. El silencio se dilata y avanzan los minutos, sin que crucemos palabra. No hay frases, ni preguntas, ni respuestas por tanto. No le exijo argumentos que me expliquen los motivos. Entre él y yo hay una pequeña distancia, no más de setenta centímetros, la longitud de la mesa que nos separa, pero realmente hay una distancia abismal, le siento lejísimos, él no está allí, en aquel lugar. No digo nada, espero para saber cuándo él decida que debo saber. Aunque en realidad, me doy cuenta que no espero ni he dejado de hablarle ni musito nada, no por respeto a sus motivaciones que me mostrará seguramente o eso espero, no guardo silencio por darle tiempo a que organice su pensamiento y me cuente, si no, que lo que hace que calle es que no sé qué decir, no sé qué decirle. Noqueado por esa confesión la mente ha sufrido cierta parálisis y me va lenta, muy lenta. Busco en mí, argumentos, preguntas, ánimos, para articular lo que debo decirle y como decirle; que eso es una barbaridad que no tiene motivos para esas locas ideas, para ese fin de acabar antes de que la naturaleza dé por finalizado su existir. Pasa por mi cabeza, que quizás esté enfermo y yo no lo sepa y que me dirá que se cansó de luchar, de bregar con el mal que lo aqueja, y que aunque la batalla no ha sido aún ganada por la enfermedad, él se rinde, pues no estima que alargar temporalmente la lucha sirva para algo. Está cansado de la inutilidad de cada amanecer en el que calzarse la armadura de medicamentos para una pelea interna que le va mermando sus ganas de vivir, aunque nadie lo veamos. Sus ilusiones ya no existen, ya no tiene proyectos que cimenten cada despertar.

Miro la taza de café que hace rato dejó de humear, pienso que se ha quedado frío, tanto como yo cuando escuché ese anuncio de muerte deseada.

Mira por la ventana.

-¿Estás enfermo?

Sin girar la cabeza, contesta; -No-, y veo una leve sonrisa de circunstancias, como si supiese que esa sería una de mis preguntas, o al menos como si supiese que eso pasaría por mi cabeza.

-No, no es nada de eso, no tiene nada que ver con enfermedades o que haya perdido la cabeza o la esté perdiendo.

-Entonces se me escapa-, le digo, a la vez que intento que la voz no me suene angustiada.

-No tiene nada de misterio, es sólo que ya me gustaría cesar mi existir, pero como te decía no es fácil ser elemento activo, aunque lo desees. Hay que ser valeroso para llevarlo a cabo. Para mí sería una bendición no despertarme una mañana, o contraer esa enfermedad que tú me suponías, pero claro que fuese una enfermedad rápida y no dolorosa.

Aturdido, no sé por dónde continuar, si insistir en que es un desvarío, o callar. Su edad avanzada, aunque no tanto, me hace comprenderle un poco en esa terrible aspiración. El fin de las ilusiones, pensar que ya todo está hecho y que el camino que queda no sirve nada más que para seguir avanzando sin objetivo, solo por la inercia de avanzar, con todas o casi todas las experiencias cumplidas. Lo llego a entender. Siempre es una decisión respetable, pero no siempre es soportada por la racionalidad, y menos cuando esa decisión viene dada antes de la vejez. ¿Puede alguien no desear vivir sin estar con sus funciones mentales trastornadas? He conocido varios casos cercanos, gente que he tratado y siendo jóvenes han decidido acabar su existencia física. No sé lo que ha pasado en sus cabezas, y por tanto no sabría decir si estaban trastornados o no.

Empiezo a temer, que siga hablando. Por egoísmo y por miedo a la vez, por querer evitarme algo que se me vuelve desagradable de pensarlo y me comienza a agobiar sólo por intuirlo. Algo a lo que no sabría cómo enfrentarme, si tendría valor o si la cobardía se apoderaría de mí, empezando a buscar escusas con las que argumentar la petición de desistir de su empeño, no para salvarle si no para salvarme.

-He pensado cómo podría hacerlo, realmente hay muchas posibilidades, muchas maneras; empezando por el salto al vacío desde un viaducto, fíjate que el de Madrid lo acristalaron para que la gente no saltase desde él. Cortarse las venas y dejarse llevar en una bañera dándose un baño. Utilizar pastillas o algún veneno. Incluso uno puede intentar hacerse con heroína e inyectarse una sobredosis. Pero todas las opciones requieren tener gran osadía, no ya en los preámbulos de preparación, eso hasta resultaría fácil y entretenido como cuando preparas un viaje, si no en el momento de llevarlo a cabo uno mismo. Sería más sencillo que otro te ayudase, que otro fuese el que te empujase desde el borde del viaducto, que fuese otro el que te acompañase en tu último baño y te hiciese los cortes definitivos, que fuese otro el que te hiciese ese cóctel de pastillas nocivas o te suministrase el tósigo mortal, o que fuese otro el que diluyese el polvo en la cucharilla calentada y después con la jeringa hincase ese fuego letal. No, no te asustes, no te voy a pedir que seas ese otro, tu cara delata ese pensamiento ayudado por mis palabras. Sólo digo que seguramente sería más fácil llegar a ello. En mi ensueño, pienso que alguien que conoce éste mi deseo, se apiada, y sin yo saberlo un día obra y cumple lo que yo quiero. Eso, como un accidente que provoca la muerte repentina, sería algo con lo que sueño.

Hay organizaciones que ayudan morir, pero creo que sólo a gente que está con enfermedades terminales. Organizaciones para la Eutanasia, para conseguir una muerte digna, antes de que la enfermedad denigre. Es una pena que no hagan esa misma labor para gente que no está enferma y que quisiera morir.

Escucho, sólo escucho, no soy capaz de interrumpirlo. Habla sosegadamente sin ningún atropello, sin ninguna excitación que me parezca que lo hace sin reflexión, por el contrario lo hace con calma, fluyendo todas sus frases de manera lenta, y suavemente vuelan a mi alrededor hipnóticas, generando cierto vértigo, haciendo que no me parezca real todo aquello, me siento algo mareado, como drogado. Le oigo continuar.

-También he elucubrado con tener un fin más poético, al estilo de lo que relata la canción sobre el final decidido por la poetisa Storni; internarme en el mar lentamente, en un mar cálido, un mar que me arrope y que me dé el calor que necesito y que seguramente necesite más en ese momento, pues estaré con miedo, mucho miedo, y frío, mucho frío, por más que sea lo que más deseo, en ese instante estaré helado, tiritando y con lágrimas. Lágrimas de despedida. Lágrimas saladas uniéndose a un mar salado, y así, dejaría algo de mí en ese mar, que será para siempre mi mar.

 

 

 

.     *Por lo que nos encoge el alma, siempre quisiéramos creer que suicidarse es un alarde tan poético como en la canción; “Alfonsina y el mar”, entonada por Mercedes Sosa

«Alfonsina y el mar«

mercedes-sosa-mujeres-argentinas-lp-1969-folklore_MLA-O-2654253352_052012

.     **NA: Publicado originalmente el 14 de Febrero de 2014). Hoy recibe una segunda oportunidad.

                                                       .Continúa: «Deseo Suicida» (2ª parte)

Mortal

12 viernes Jul 2019

Posted by albertodieguez in Música, Poesía

≈ 5 comentarios

Etiquetas

Andrés Calamaro, eternidad, fantasía, Grandes ladridos, ilusiones, Los Animalitos, Música, mentiras, Mortal, Muerte, ojos, Paraíso, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Yo suscribo la deprimente muerte,

la inmortalidad inmoral,

la moralidad mortal.

El delirio de vivir indefinidamente,

de eterno habitar

mundos cambiantes,

agotadores.

 

Yo suscribo la deprimente muerte,

que nos llega para descansar.

Descanso del ser,

inmovilidad, quietud y espera,

fantasiosa espera

de un paraíso mentiroso.

Ilusoria necedad,

proscrita por maestres

de la prestidigitación.

Falsedades etéreas,

creídas por fes

inherentes al miedo.

 

Yo suscribo la deprimente muerte,

si llega con tus ojos

iré dulcemente a ella,

sin promesas eternas,

solo por pensar que allí estarán tus ojos.

 

Yo suscribo la deprimente muerte,

desde que me dejaron tus ojos de mirar

para por otras caras deambular.

Solo sueño con encontrarlos en algún lugar,

y es un lugar seguro aquel que suscribo,

al que ya quiero llegar.

 

 

 

.     *Andrés Calamaro y Los Animalitos cantan a esos ojos que están en todo, hasta en la muerte, donde el protagonista de nuestro poema desea llegar para encontrarlos de nuevo aunque le abandonaron.

«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos«

.     **NA: Publicado originalmente el 15 de Octubre de 2012. Hoy recibe una segunda oportunidad

 

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